Travesía por el Amazonas, primera parte


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Les contaré la aventura de mi vida (y espero que la primera de muchas). El viaje que comenzó en Iquitos con destino al Monte Roraima me llevó a ver animales salvajes, pueblos perdidos en la selva y a conocer personas increíbles. Esta es sólo la primera parte de mi travesía por el Amazonas.

 

Camila y su papá arriba de una canoa en el Amazonas

Junto a mi papá en una de las canoas

Desde que mi papá me invitó a cruzar de Perú a Brasil el río Amazonas para terminar subiendo el monte Roraima en Venezuela, no podía dejar de repetir esa palabra en mi cabeza: Amazonas. Me imaginaba con una mochila gigante en mi espalda y, a mi lado, a mi viejito de 60 años; brasilero, canoso y jovial. Teníamos un inicio y un objetivo. El resto era parte de la aventura.

Primera parada: Iquitos

El día llegó. Iquitos fue nuestro punto de partida. Una ciudad sumida en el caos que me recordó a Asia, entre los tuk-tuk (la versión barata y no segura de tomar taxis) y las mil motos. Llegamos con la idea fija de vivir unos días en la selva amazónica. El refugio Cumaceba fue nuestra opción. Gran opción; de partida porque mi vecino era un tucán de mal humor que cada vez que se enojaba, picoteaba los zapatos mojados que dejábamos fuera de la pieza y hacía un sonido que yo interpretaba como una especie de gruñido de advertencia.

Tuk-tuk por las calles de Iquitos

Iquitos y sus tuk-tuk

Además, nuestros panoramas se basaron en salir en canoas de noche para ver si lográbamos ver el reflejo de los ojos de los caimanes que acechaban nuestro refugio; ir a pescar pirañas para comerlas a la plancha y bañarnos en el río Amazonas mientras los lugareños nos contaban las historias de anacondas gigantes devoradoras de humanos. Hasta despertarme a las 6 AM mientras un murciélago orinaba mi cama me pareció divertido. Total, todo sumaba a las Camiaventuras.

Sin lugar a dudas, lo mejor de todo fue el Fundo Neiser, una isla dedicada a la rehabilitación de animales confiscados en mercados negros, donde Panchito – un mono regalón -, Aurora – la loro que se mantenía fiel al hombro de mi papá -, y Rosita – una osa perozosa cariñosa y chillona -, eran el centro de atención. Ahora que estaba en el Amazonas, mi pensamiento recurrente era “Panchito, Panchito”. Nunca más pude sacarme a ese mono de la cabeza. Hasta el día de hoy sueño con volver a ver a Panchito.

El secreto de belleza del pueblo indígena

Canoa en medio de los ríos de la selva amazónica

Paseo en canoa por el río Amazonas

 

Cada vez que salíamos en canoa pensaba que nos íbamos a perder. Ni los guías estaban muy seguros de nuestra ruta, por lo que marcaban los árboles con machetazos. Entre aquellas salidas logramos toparnos con varios pueblos que vivían a orillas del río. Ahí fue cuando conocí a los Yaguas, un pueblo indígena de alrededor de cuatro mil personas, que vive de la pesca, la artesanía y la agricultura. Ellos me enseñaron su secreto de belleza: el achiote, el famoso rouge del Amazonas, una semilla que al reventarse en tu boca la deja de un color rojizo, dura por horas y no reseca los labios.

Niño junto a una casa típica del río Amazonas

Río Amazonas

Dejamos atrás a Iquitos, pero eso fue sólo el comienzo de la historia. Nos fuimos con el corazón lleno de experiencias que jamás imaginé vivir, pero con la vista puesta en la próxima aventura: un recorrido de cuatro días a bordo de un carguero, con destino a Manaos.

Para ver más videos sobre esta aventura, visita el canal de YouTube de Faro.

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