Mi sueño viajero de recorrer América en motorhome

 

Las cosas de la vida me llevaron a conocer a un argentino que estaba recorriendo América en una combi. En un principio pensé que terminaríamos viajando juntos, pero la historia tuvo una vuelta inesperada.

 

Era Navidad. Mis papás se habían separado hace poco y los planes de Nochebuena estaban inconclusos. La prima de mi mamá estaba en una situación similar, así que decidimos unir las dos familias medio desarmadas y hacer una Navidad diferente. Sin duda, mi gran regalo fue descubrir el que sería mi nuevo sueño viajero.

No tenía ninguna expectativa. Entramos a la casa de mi tía y había seis personas, de las cuales sólo conocía a la mitad, y el resto eran tres argentinos. No sé cómo, pero nuestra apacible Nochebuena comenzó a transformarse en una previa. Cada fernet generaba una historia más desinhibida que la anterior.

Vista panorámica de las montañas de Alaska y un oso

Alaska

En eso estábamos cuando decidí jotearme al argentino soltero:

– Hola nene, ¿qué hace un hombre como tú en un lugar como éste? –No, mentira. – Y tú, ¿qué haces por la vida? –le dije, en realidad.

– Recorro América en una combi. Se llama Clarita –me respondió.

En un segundo pensé: “Listo. Nos enamoramos y me lleva a recorrer el mundo en su combi. ¿Qué podría salir mal?”.

Hace unos años tuve un pololo con el que nos fuimos a recorrer las playas del norte de Chile en su furgón, al cual le instalamos un colchón atrás. De ahí en adelante, lo de las invitaciones a viajar en combi-motorhome-furgón me parecían lo más atractivo en un hombre.

El argentino me contó que empezó su viaje en Buenos Aires, bajó hasta la Patagonia argentina y luego cruzó a la chilena. Había parado en Santiago a trabajar para juntar algo de plata y seguir su recorrido. Sin planes, sin tiempos, con el único objetivo de llegar a Alaska.

– Me voy contigo –le dije en serio, pero haciendo que sonara en broma para no asustarlo.

– Yo feliz –me respondió.

Motorhome en Algonquin Park, Canadá

Algonquin Park, Canadá

Y ahora, ¿qué?

No me pidió el teléfono. Pasaron los días y tampoco me agregaba a Facebook.

– Damn it. No hay nuevo amor, no hay combi, no hay viaje –pensé mientras salía del edificio donde trabajaba. Y de repente, ahí estaba él. Nunca me dijo cómo estaba juntando las lucas en Santiago, pero el destino me lo respondió. Trabajaba en el mismo edificio que yo, de garzón en un restaurant.

– Che, qué bueno verte nena, ¿qué hacés por acá? –me preguntó con ese tono argentino que me recordaba a la invasión trasandina en los veranos serenenses.

– Trabajo acá también –respondí.

Playa en el Parque Nacional Manuel Antonio

Manuel Antonio, Costa Rica

De ahí en adelante nos veíamos todos los días. Nos íbamos a sentar en la plaza a conversar, a comer frutas y a insistirle en que me tenía que llevar en su combi. Hasta que se me ocurrió llevarlo a La Piojera. Los argentinos no están acostumbrados a los terremotos y ese lo tambaleó tanto, que las pasiones murieron.

El después de la matapasión

No hubo un gran amor. No hubo viaje en combi. Él se fue y ya está cruzando América Latina. Por mi parte, juré que algún día iba a agarrar un furgón, lo iba a convertir en mi casa ambulante e iba a hacer la misma travesía. Hoy somos amigos y hasta quizás me una a su viaje en algún país, en algún momento. Pero como estoy segura de que todas las personas llegan a la vida de uno por algo, él llegó para mostrarme mi nuevo sueño viajero.

Si quieres conocer más sobre su viaje, puedes hacerlo a través de su fan page Rutas Salvajes.

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