Mi primer mochileo


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Antes odiaba viajar. De hecho, decía que la gente que siempre viajaba lo hacía para escapar de su realidad. Aún así, ya había recorrido varios países, pero siempre bastante cómoda y con maleta de rueditas. Digamos que lo del mochileo fue una jugada del destino y se convirtió en una pasión adquirida. Esta es la historia de cómo me enamoré de la mochila en la espalda.

 

Mochileras en San Pedro de Atacama

Empezando el viaje en San Pedro

Esto comenzó hace un poco más de cuatro años. Había tenido una fuerte desilusión amorosa y, tratando de escapar, le pregunté a una amiga si me podía unir a su viaje. Junto a dos amigas, la Javi había comprado pasajes hasta Calama para recorrer San Pedro de Atacama, cruzar al Salar de Uyuni en Bolivia, seguir a La Paz, Copacabana, Isla del Sol, cruzar a Perú por Puno, pasar a Cuzco y llegar a Machu Picchu. Todo por tierra y, claro, la maleta de rueditas estaba totalmente vetada. Sería mi primer mochileo.

El día antes

Salí corriendo a comprar una mochila, la más grande que existiese. Llegué a mi casa y le fui metiendo todo lo que me parecía que podría llegar a necesitar.

Amanecer en el Salar de Uyuni

Salar de Uyuni al amanecer

– Camila, no te vas a poder esa mochila, trata de sacarle cosas –me aconsejó sabiamente mi mamá.

Traté de ponerla en mi espalda mientras estaba sentada e hice el esfuerzo de pararme.

– Me rindo, yo no sirvo para esto. Prefiero perder el pasaje que estar un mes sufriendo por el frío, el peso de la mochila, porque tengo que dormir en hostales roñosos o porque hay que comer lo que encontremos por ahí. En verdad no quiero ir –dije taimada, mientras mi mamá se reía de mí.

– Cami, anda, vas a ver cómo vas a crecer y vas a cambiar ese pensamiento ridículo que tienes.

Así fue como, medio obligada, comencé a viajar con esa gran mochila en mi espalda. No me había dado cuenta, pero en ese momento había decidido salir de mi zona de comodidad.

Lago Titicaca

Lago Titicaca

No había vuelta atrás

Recuerdo que el primer día en San Pedro de Atacama arrendamos bicicletas para recorrer el Valle de la Luna, ya que era el tour más barato que encontramos. Al primer kilómetro les dije a mis amigas que prefería devolverme y pagar un tour más caro que me llevara en van a las diferentes lagunas, que lo del esfuerzo físico no era lo mío.

Me devolví, pero esa fue la última vez que hice algo así. A medida que fuimos avanzando en nuestro viaje me fui enamorando de la aventura, del esfuerzo, de que cada caminata tuviera su recompensa. Quizás nunca me iba a gustar el desgaste físico, pero estaba dispuesta a vivirlo por la naturaleza y la fotografía.

Recorrimos Bolivia y Perú, y en cada lugar al que llegábamos me iba sintiendo más cómoda con mi mochila. Conocimos a personas maravillosas y nos sorprendimos con cada paisaje, cada uno más increíble que el otro.

Hoy, cada vez que subo una foto de algún nuevo viaje, mis amigas me dicen “quién te viera y quién te ve”. A ese viaje le debo las ganas de salir de mi zona de confort. Y si alguna vez pensé que la gente viajaba para escapar de su vida, ahora creo que viajamos para que la vida no se nos escape.

Ruinas de Machu Picchu

Destino final, Machu Picchu

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