Mi año nuevo arriba de un avión
Decidí viajar el 31 de diciembre. Me seducía la idea de pasar la noche de año nuevo arriba de un avión con destino a algún país lejano.
Estando en el aeropuerto de Zurich, mientras esperaba la conexión para mi vuelo a Singapur, me dio una de las sensaciones de soledad más grande de mi vida. Este lugar de incesante actividad se encontraba prácticamente vacío. Afuera nevaba y con varios grados bajo cero. Sólo un par de aviones conectados a las mangas estaban siendo cargados con equipajes y pasajeros.
Eran las diez de la noche. Mis pasos resonaban en los amplios pasillos de granito. Abordé el monorriel que traslada de un terminal a otro y, al cerrar sus puertas, me encontré totalmente solo adentro. No había un alma en los cinco carros. Se me desató una fuerte angustia y una pena insondable que me hacían preguntarme “¿qué hago aquí? ¿quién me mandó a meterme en esto?”.
Nunca lloro. Es un estado en el que me desconozco, y me daba vergüenza que me vieran así. No hallaba qué hacer para calmarme. Pensé en recurrir a una píldora que llevaba en la mochila y que me había conseguido en Santiago previendo que algo como esto me podría suceder. Pero logré ponerle paños fríos al momento y permití que mi cuerpo se expresara. Se limpiara. Mal que mal era normal sentir pena habiendo dejado atrás, hace sólo un par de horas, mi mundo, mi hogar y mis afectos.
Me senté a esperar en un enorme hall viendo cómo poco a poco llegaban otros pasajeros. Había tres vuelos saliendo al mismo tiempo: el mío a Singapur y otros dos a Sao Paulo y Johannesburgo. De pronto el lugar comenzó a llenarse de actividad y, de un momento a otro, habían mas de trescientas personas alrededor, algunos quizás, con la misma pena que yo y otros felices de partir; pero, sin duda, todos sintiendo algo especial pues muy pronto estaríamos volando cada uno a diferentes partes del mundo justo cuando serían las doce de la noche.
En los aeropuertos suelo entretenerme creando historias de los viajeros, pensando en quiénes son y hacia donde van. Y en eso estaba cuando llamaron a embarcar. Al oír el anuncio se me apretó el corazón, pero esta vez de felicidad. No me di cuenta en qué momento me calmé y dejé de sentir pena.
El Maître de Cabine de Swiss International Airlines nos dio la bienvenida, agregando a su habitual discurso que esa noche era especial porque, cuando estuviéramos volando a la altura de Bucarest, sería año nuevo y nos servirían una copa de champaña.
Todos estábamos pendientes a nuestros relojes. Nos mirábamos unos a otros con cierta complicidad. De pronto subió el volumen y un murmullo inentendible de idiomas abarcó toda la cabina. ¡Eran las doce! Nos volvimos a mirar con mi vecina de asiento e hicimos un brindis. “Salud”, dije yo, y “cheers” me respondió ella, aunque era Suiza.
Los tripulantes servían champaña y se la entregaban con un “happy new year” a cada pasajero, todos con una sonrisa de oreja a oreja. Aunque pocos, los minutos que duró la algarabía fueron exquisitos, pues tuve una clara sensación de que en ese momento comenzaba una nueva vida. Tras comer, me quedé plácidamente dormido durante once de las doce horas que duró el vuelo hasta Singapur.