Las dos caras de Atata, Tonga
A último minuto antes del fin de semana santo encontré una oferta para ir al Reino de Tonga, un destino totalmente desconocido para mí. Esta isla del Pacífico, famosa en la región por su equipo de rugby, tiene una población total de 100.000 habitantes dividida entre las islitas que la conforman.
Desde Auckland, muy temprano en la mañana, dos amigas y yo tomamos un vuelo directo de tres horas. Desde la altura lo único que se veía eran miles y miles de palmeras, unas tras otras en hileras infinitas. La isla es plana como un panqueque y tan chiquitita que parece que avión no tuviera suficiente espacio para aterrizar. De nuestro destino final, Atata, no se veía ningún pedacito.
Todo se hace a mano en el aeropuerto de Tonga. Uno por uno anotan los datos de tu pasaporte y de la visa a la que los chilenos tenemos que postular para poder entrar al país.
Después de recoger nuestras maletas esperamos que llegara a buscarnos el taxi que nos llevaría al puerto, para tomar la lancha hacia Atata. El camino es precario, sin señalética ni pavimento; sólo tierra, flores artificiales rojas y palmeras alrededor. Un dato freak es que los lugareños hablan muy bajito, casi no se les escucha, y se comunican mayormente con gestos de las cejas.
Después de pasear por el mercado central partimos nuevamente. A lo lejos se veía una isla minúscula igual a esas que salen en las películas de los ricos, famosos y mafiosos: rodeada de agua turquesa, montones de palmeras y un muelle con entrada directa al resort.
Allí nos recibieron con un jugo de mango y la puesta de sol más linda que haya visto. Nuestro fale (cabaña) estaba a no más de 30 pasos del mar y la vista era increíble. El único problema fueron los mosquitos que se me pegaban por todas partes, pero eso es un detalle.
Durante el día se puede hacer kayak, snorkeling, caminatas y visitas al pueblo, que está justo detrás de la reja del recinto (todo incluido en el costo del hotel). La población de este lugar no supera las 200 personas, y por lo mismo cada uno tiene varios roles. El sacerdote de la iglesia, por ejemplo, es además guía turístico, barman, traductor, parte del grupo de baile oficial de Atata y, para rematar su personalidad multifacética es el drug dealer del sector, pues “por qué no fumar si total aquí no hay policía”, nos dijo riéndose.
Más tarde nos invitó a una ceremonia de Kava, un rito tradicional en el que se toma un trago hecho a partir de raíces secas de la planta de pimienta, que se mezclan con agua en un cuenco de madera. El sabor es intenso, amargo, terroso y después de un par de vasos se te duerme la lengua, la cara y te sientes en una nube.
La otra cara
El último día en la isla decidimos pasarlo en la aldea. Detrás de nuestro hermoso hotel, donde nos atendían como reinas, la realidad era muy diferente. Muchos niños crecen solos, la educación es básica y las casas precarias. Entre ellos vive una familia de siete personas, aislada del resto por razones impensables: la hija mayor tuvo guagua sin estar casada y su hermana tiene Síndrome de Down. En su cultura se cree que si algún integrante nace con una discapacidad se debe a que algo malo hicieron en el pasado y ese es su castigo. Para “limpiarse de sus pecados” la familia tiene que pagar una multa a la comunidad que generalmente es muy elevada, especialmente para ellos, que comparten entre todos dos colchones y almuerzan un pedazo de kumara cada uno, mientras el resto de la villa va con su plato a buscar comida a la iglesia.
Entre todas compramos comida y pañales suficientes para un par de semanas y, cuando se los entregamos, se quedaron mudos. Los ojos de la mamá se llenaron de lágrimas y los niños no podían más de contentos cuando abrieron los chocolates y galletas. Nos ofrecieron llevarnos lo que quisiéramos de su casa, a modo de agradecimiento y nos invitaron a quedarnos con ellos la próxima vez que vayamos a Tonga.
Conocerlos fue una experiencia enriquecedora e impagable. Si bien nos encantó el resort, la comida, el happy hour y todas las actividades turísticas, compartir con esta familia y saber que por un par de días les aliviamos la carga, fue inigualable. Y así es como surgió un nuevo sueño viajero: voluntariado en las islas del Pacífico. ¿Me acompañan?