Hay magia en Cape Reinga
Hace cuatro años decidí pasar 12 meses en la isla norte de Nueva Zelanda, específicamente en Auckland. Si bien la ciudad me quitó el aliento y encantó con su diversidad cultural, la calidez de la gente y unos paisajes maravillosos, quería ver qué había más allá del concreto y los grandes barcos.
Con 20 años, dos maletas y mucho miedo partí de intercambio a Nueva Zelanda. En ese momento, el país no estaba tan de moda como ahora y yo, al menos, conocía sólo a una persona que había estado allá, y por esta misma razón lo elegí como mi destino.
Los primeros días fueron complicados porque, aunque hablo inglés, expresarte en tu propio idioma y escuchar a otros en español es un agrado del que te percatas sólo cuando llevas un tiempo sin decir “hola, ¿cómo estay?”. Pero tuve suerte y al poco tiempo conocí a Sara, una venezolana aguerrida y de las mujeres más entretenidas que conozco. Me propuso que fuéramos a Cape Reinga, pero “a lo latino”: poca plata, un mapa y mil posibilidades de aventuras en el camino. No hay nada más adrenalínico para mí que conocer lugares nuevos, pensar en una idea, un destino y simplemente partir. Llenamos la maleta con cajas de cartón, con comida en lata, papel higiénico y bidones de agua para partir el recorrido hasta la punta de la isla.
Cape Reinga o Te Rerenga Wairua es un lugar mágico y muy espiritual, así lo dicen las guías para turistas y así es como yo lo sentí. Para los maoríes, nativos de Nueva Zelanda, es el punto de partida para las almas que, después de volar desde el árbol Pohutukawa, dejan nuestro planeta y pasan al siguiente mundo, a su hogar Hawaiiki. Además ahí el mar de Tasmania y el océano Pacífico convergen de manera increíble, y para los nativos este choque o “danza del amor”, como ellos le llaman, representa la unión del hombre y la mujer para la creación de la vida.
Y ahí estaba yo, bajo un sol radiante en pleno diciembre, sin ninguna nube que se interpusiera entre mis ojos y este espectáculo. A mi derecha grandes dunas y la kilométrica playa Ninety Mile, mientras a mi espalda un enorme faro blanco emitía la primera luz que ven los navegantes que se acercan.
A pasos del acantilado está el mirador desde el que pude contemplar el color turquesa del mar de Tasmania y el azul profundo del Pacífico, los remolinos que se forman cuando sus olas chocan y la brisa marina contra mi piel, en una experiencia simplemente espectacular.
Hay algo en este lugar que, si es que vas con el corazón abierto, te cambia la vida en el momento que atraviesas el arco de madera y acero que enmarca la entrada al sendero que sube al faro, desde el que escuchas la música maorí en el fondo. Es como si pudieras sentir a las almas volar por al lado tuyo mientras respiras profundamente y gozas de una paz y plenitud inigualables.
Si me preguntaran dónde me gustaría estar en este mismo instante, no lo duraría: Cape Reinga. Y quizás no falte mucho para que vuelva a poner mis pies sobre esa tierra.