El voluntariado en Tonga que cambió mi vida


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Hace un tiempo terminé mi voluntariado en Tonga, un sueño que quería cumplir desde que tengo memoria. Muchos me han preguntado cómo lo hice y cómo llegué a ser profesora de inglés en un colegio sin tener un título de educación que me respaldara. Es muy difícil resumir esta experiencia en unos cuantos párrafos, pero aquí les cuento un poco de esta historia.

 

Jardín infantil en Tonga

El día e que fuimos a entregar libros

Me he dado cuenta de que uno no puede escapar de su esencia ni de esos sueños que afloran en los momentos más inesperados. Para mí, el ser voluntaria fue siempre un anhelo, pero de un futuro incierto. En abril les conté mi aventura por Atatá, la primera microisla del Pacífico que he conocido, y en ese tiempo no tenía idea las puertas que se abrirían después de tan solo cinco días allí.

Al volver a Auckland, mi amiga Annie y yo teníamos el corazón apretado e inquieto. Aprendimos mucho de personas tan sencillas, nos encariñamos con ellos y sabíamos que necesitaban ayuda. Una de las muchas enseñanzas que nos dejó esta aldea de 200 personas fue el aprecio inmenso por la vida, el sentirse feliz simplemente por despertar y el acostarse muerto de la risa sin importar lo que haya pasado durante el día. “Vivir y morir por Tonga” es el lema de este país, que enfrenta una desigualdad espeluznante, un sistema educacional precario que carece de comodidades básicas como el agua potable y caliente para la ducha, entre otro sinfín de privilegios con los que vivimos y damos por sentado que así debe ser. Sin embargo, ellos siempre te entregan una sonrisa de oreja a oreja, cantan sin parar y pocos imaginan irse a otro lugar. Quizás es la inmensa fe en Dios la que los mueve, el apego a sus tierras que no los deja partir o el sentido de familia único que los caracteriza el que los mantiene fuertes.

Niños tonganeses jugando

Con sus juguetes nuevos

Con toda esta información nos pusimos de acuerdo y empezamos a averiguar formas para poder ayudar con lo que fuera: ropa, comida, libros, juguetes etcétera. Hasta que pensamos “¿y si vamos a enseñar inglés a un colegio?”. Una de las cosas que nos contaron los isleños es que es muy difícil conseguir buenos trabajos si no hablan este segundo idioma, pero no hay suficientes profesores para enseñarles a sus hijos, porque la mayoría se va de Tonga y pocos vuelven.

Pensamos que iba a ser casi imposible hacerlo, por todos los trámites y burocracia. Pero como no se pierde nada preguntando, le contamos nuestra idea a una amiga de Tonga que tenemos en Nueva Zelanda, y ella le contó a su tío Paul –que resultó ser amigo de un amigo del director de un colegio en Nuku’alofa, la isla principal–, que nos dijo que quizás podría resultar.

Así, compramos los pasajes sin que nos dieran la respuesta definitiva, y partimos dos semanas después con cajas y maletas llenas de donaciones que compramos gracias a muchas personas que nos ayudaron a recaudar fondos a través de una página web.  Más que dónde nos íbamos a quedar los primeros tres días no sabíamos, ni tampoco si es que nos iban a aceptar como profesoras. Pero el universo es sabio y lo que tiene que ser va a ser, creo yo.

Después de un par de reuniones y cartas de presentación, el director de Tailulu High School determinó que no éramos psicópatas y que nuestras intenciones eran sinceras (literalmente lo que nos dijo), así es que nos entregó un horario y asignó una profesora a cada una para apoyar. Yo trabajé con Ana.

Niño tonganés

Mostrando la ropa nueva

Aprender a enseñar

Llegó el primer día de clases y decidimos irnos a pie en vez de en auto como nos ofrecieron. Nada mejor que partir así la mañana: caminando media hora entre de cerdos, gallinas, perros rabiosos y vacas; rodeada de palmeras con cocos verdes bajo un sol hermoso.

Al llegar nos presentaron ante el colegio entero durante la misa de la mañana. Los niños nos miraban con curiosidad y los escuchábamos murmurar “palangui”, que significa “persona blanca”. Al entrar a la clase, un primero básico, Ana me invitó a presentarme. “Me llamo Coni y soy de Chile”, les dije, y dibujé un mapa para mostrarles de dónde venía y lo lejos que estábamos en Tonga. Obviamente ninguno se aprendió mi nombre ni yo los de ellos, porque además de ser largos y difíciles de pronunciar, los isleños son muy tímidos y hablan muy bajito. Son pocos los niños que tienen acceso a una buena educación en Tonga y, aunque el país es supuestamente bilingüe, la mayoría solo habla la lengua materna y un par de palabras en inglés, así es que comunicarnos fue una de las partes más agotadoras y difíciles de la experiencia.

Niños tonganés

Jugando con burbujas por primera vez

¿Cómo les enseñas lo que significa “love” si no puedes decírselos en su propio idioma? Y ni hablar cuando había que explicarles oraciones enteras. Así es como las mímicas se transformaron en nuestras mejores amigas hasta que aprendimos algunas palabras básicas en tonganés, mientras ellos mejoraban su inglés. Otro recurso era ir a las salas del lado y pedirle a Ana que tradujera mis instrucciones cuando la frustración ya era máxima y la clase un caos. Había días en que Ana no iba al colegio (el porcentaje de ausencia de los profesores es en promedio del 50% diario), así es que, como un académico está a cargo de cinco cursos, tuve que aprender a enseñar de todo: pronunciación y gramática en inglés, biología, ciencias y hasta matemáticas. A los segundos medios los ayudé con proyectos de investigación y a los cuartos con la redacción de sus postulaciones a la universidad.

Poco a poco se fueron acostumbrando a la persona blanca en su sala y la timidez fue quedando de lado. Las sonrisas incómodas pasaron a ser carcajadas, y las horas de almuerzo destinadas a cantar canciones occidentales, indias y nacionales. Obviamente les enseñé el “C-H-I” e hice mi mejor esfuerzo por aprender sus bailes tradicionales.

Curso en Tonga

Foto de curso

Hasta pronto

Después de dos meses viviendo en esa burbuja de relajo, sin internet ni cemento, llegó el fin de mi sueño. Pero no todo fue bonito. Hubo días en que me quería ir, en que estaba aburrida porque Annie se había devuelto a Nueva Zelanda, y a mí todavía me quedaban tres semanas en las que llovió torrencialmente, tanto que no se podía salir de las casas y se cancelaron las clases. Terminé con los pies horribles, con ampollas y picaduras de quién sabe qué bicho; con la espalda molida después de dormir tanto tiempo en una colchoneta y la guata revuelta de todo el atún en lata que comí; para qué les cuento cuando me aventuré y probé el vodka local… dos días al borde del suicidio y Annie en la clínica. Pero si pongo todo en una balanza y miro hacia atrás, ni por un segundo pensaría en no haberlo hecho. Hubo varios que me dijeron que era una mala inversión, porque con toda la plata que gastamos de nuestros ahorros podríamos haber ido al Sudeste Asiático y recorrer lugares nuevos, llenar de estampas el pasaporte y completar el check list imperatorio para los viajeros que están por este lado del mundo. Es cierto que ser voluntario tiene desventajas, como no estar ganando plata, pero es una experiencia única, transformadora y remecedora. El saber que generaste un impacto positivo en la vida de otro, por muy mínimo que sea, no tiene precio. El cariño sincero que te entregan los niños es un regalo y las lagrimas de agradecimiento de las familias que pudimos ayudar con ropa y juguetes superan cualquier cosa.

El último día me organizaron un almuerzo sorpresa y cada uno trajo platos de comida típica desde sus casas; me hicieron tarjetas con una dedicación que solo los niños tienen al dibujar y me regalaron todo lo que encontraron en sus mochilas. Ma’u, una de mis favoritas, se paró frente a la clase para dar un discurso, en el que me daba las gracias por haber sido su profesora y haber cambiado su vida. Ma’u y el resto de los niños no dimensionan cómo ellos cambiaron la mía.

Lugar:

Tonga

Intereses:

#ViajerosFaro Gente

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