El verdadero descanso en las playas del norte de Perú
¿Y si nos vamos a alguna parte antes de que empiece el verano oficialmente? Este fue uno de esos viajes que se te ocurre en alguna conversación de amigas de un momento a otro y la mejor escusa para hacerlo es “aprovechar antes de que el verano se llene de panoramas”.
Con la Vale compramos los pasajes Santiago–Tumbes para noviembre con la idea de ir a Máncora, una de las famosas playas del norte de Perú. Aunque estábamos felices de haber llegado, no sabíamos cómo irnos a Zorritos, nuestra primera parada. Nos pusimos a averiguar con los taxistas del lugar –que para nuestra sorpresa no eran muchos como suele pasar cuando uno se baja del avión y se te tiran todos encima– pero finalmente uno nos llevó a nuestro destino.
Zorritos es un pequeño pueblo no muy concurrido por turistas y menos en esa fecha. Habíamos hecho nuestras reservas en un eco hostal por internet y teníamos la dirección impresa junto a la reserva. Obviamente el taxista no sabía dónde quedaba y a la gente del pueblo no le sonaba la dirección ni el nombre. Luego de que se nos pasó por la cabeza que habíamos sido estafadas y que estábamos perdidas, llegó la calma… ¡Encontramos el lugar!
Al entrar supieron perfectamente quiénes éramos, pues el chico del registro me miró y me dijo: “¡¿Cristina?!”. Habíamos llegado al lugar correcto. Hicimos el registro, fuimos a nuestra pieza, las cuales miraban todas al mar y tenía una terraza privada, y primero que todo leímos las reglas e instrucciones de lo que debíamos hacer, ya que nos encontrábamos en un eco hostal (que constaba principalmente de usar el agua del lavamanos para tirar la cadena).
El lugar era increíble, todo abierto a 20 metros de la playa, con hamacas por todas partes y poca gente. Pero lo mejor era su dueño, un personaje de cuentos. Era un español que había llegado a Zorritos hace mucho tiempo y se enamoró del lugar. Canoso, de pelo largo, con orejas grandes, 1,55 de altura y lentes redondos, siempre estaba caminando de un lado para otro arreglando algo, dando alguna instrucción o correteando a alguno de los perros del lugar (los clásicos perros peruanos no muy agraciados). A los 5 minutos ya le teníamos un sobrenombre que le quedaba perfecto: él era Topo Gigio.
Como estábamos un poco cansadas del viaje, decidimos dormir una siesta. Así fue como comenzó el viaje más descansado del mundo, que nos permitió entrar en una rutina de calma, pocos planes, mucho dormir, harto sol y bastaaante risa.
Playa, siestas, cervezas y puestas de sol
Luego de un par de días en Zorritos, junto a los millones de cangrejos rojos que nos acompañaban a tomar sol en la playa y nos mordían los dedos de los pies si no los teníamos en la mira, partimos a Máncora. Nos fuimos en la cabina delantera de un pequeño bus, junto al conductor que era otro personaje. Obviamente tenía el infaltable CD de los mejores compilados del momento a todo volumen; su máquina era probablemente la más adornada del lugar y manejaba bien, pero no le parecía necesario cumplir las leyes del tránsito (si alguna vez las supo), así que se fue todo el camino hablando por celular con alguna chiquilla que piropeaba y no dejó de engrupirse en toda la hora que duró el viaje.
Y llegamos a nuestro destino. Nuevamente había hamacas por doquier y el pueblo era pequeño, lindo y lleno de gente muy buena onda. Una vez más los días siguientes serían disfrutar del lugar, preocuparse de tomar un buen desayuno, ir a la playa, probablemente dormir una siesta ahí, tomar una cerveza viendo la puesta de sol y pasear por el pueblo parando en alguna banca a conversar con alguien o reírnos un rato de la inmortalidad del cangrejo.
Como nuestra estadía se componía de cosas básicas y no de grandes panoramas, las personas del pueblo comenzaron a reconocernos. El que atendía en la primera pizzería por donde entrábamos al pueblo nos saludaba todas las mañanas y se despedía en las noches. Lo mismo los artesanos y los chiquillos que arrendaban las tablas de surf, que de tanto ofrecernos sus actividades y recibir un “por ahora no, gracias” optaron por preguntarnos mejor cómo habíamos amanecido.
En un momento nos preguntamos si nos habíamos vuelto unas viejas fomes, ya que nuestro viaje estaba siendo demasiado pasivo, pero cada vez que lo recordamos nos reímos de nosotras mismas y de las cosas que nunca nos pasaron (como supuestamente ver tortugas, o a los miles de masajistas en la playa de Mancora). Supongo que vivimos los lugares tal cuales eran y nos dedicamos a ser parte de su rutina, más que a llenarnos de infinitas actividades y finalmente no estar en ninguna. Parecía que llevábamos años allí y no teníamos apuro de conocer cada rincón, un estilo de viaje que me conectó con el día a día.