Bolsena: la desconocida Italia medieval
Myles y yo llevábamos cerca de cinco días en la campervan recorriendo Italia, cuando en una estación de gasolina una pareja local –que llevaba varios días sin ducharse– nos preguntó si podíamos llevarlos. Mi primera respuesta fue “no”, pero el cargo de conciencia cambió nuestro destino.
El espacio en la van era reducido, los asientos delanteros alcanzaban justo para el piloto y el copiloto, y la parte de atrás eran cajas de madera que servían de closet y base para los colchones; más atrás había un pequeño lavaplatos con mesa desplegable, sillas desmontables y una cocinilla a mal traer. Era un perfecto hogar para dos. Por eso, cuando una pareja italiana que llevaba una semana haciendo dedo en la estación de gasolina nos preguntó si podíamos llevarlos al norte, mi primera reacción fue inventar una excusa. Llevarlos significaba que ellos se acostaran en nuestros colchones y usaran nuestras almohadas, siendo que no se bañaban hace días, algo que no necesitaban confirmar, pues podía olerlos a kilómetros. Fui al baño y el cargo de conciencia no me dejaba tranquila. Me sentí culpable por no practicar mi doctrina viajera, pero cuando salí del baño ellos ya no estaban.
Nos subimos a la van y comenzamos a manejar al norte. Veinte minutos más tarde decidimos salir de la carretera para poner bencina y allí estaban ellos, todavía con su cartel que indicaba su destino final, una guitarra y mochilas sucias.
– ¡Para! –le dije a Myles–. Sé que dije que no quería llevarlos, pero no puedo dejarlos botados de nuevo.
Me bajé del auto y les hice señas para que corrieran. Cuando se acercaron, recordé por qué no quería llevarlos. Sabía que ese olor iba a quedar impregnado en nuestra cama, pero necesitaba limpiar mi conciencia.
Ellos iban al mismo destino que nosotros y el viaje era de al menos dos días con 35 °C y sin aire acondicionado, pero después de dos horas manejando mi conciencia ya estaba más tranquila.
– Deberíamos desviarnos, así tenemos la excusa para que se bajen. No podemos dormir los cuatro en esta van –le dije en portugués a mi pololo para que ellos no entendieran. –Según el mapa hay un lago grande como a dos horas, no sé si será bonito, pero digamos que vamos para allá –dije sin más remordimientos.
Hacer el bien sin mirar a quién
Nos despedimos de la pareja hippie –que estaba más que agradecida– y comenzamos a manejar hacia ese lugar que no estaba en nuestros planes y del cual no teníamos ninguna referencia.
Luego de una hora en dirección al oeste llegamos a Bolsena, una ciudad sumergida en las altas torres de un castillo medieval. Entrar allí fue transportarse a épocas antiguas, con jazz de fondo que entregaba el toque perfecto a un lugar alucinante.
El atardecer comenzó a teñir de naranjo las estrechas calles de piedra y desde las alturas se podía ver la inmensidad del lago Bolsena. Nos sentamos en una de las calles que conectaban el laberinto dentro del castillo, entre enredaderas y maceteros coloridos. Encontramos una enoteca llamada Aenos, con vinos y quesos frescos locales y orgánicos. El sol se escondía y los faroles iluminaban las paredes del castillo. La trompeta al vivo seguía llenando la atmósfera de jazz mientras unas cuantas familias disfrutaban de este desconocido lugar en pleno verano.
Brindamos por el atardecer más mágico y romántico que hemos tenido y agradecimos haber llevado a la pareja, pues gracias a ellos llegamos hasta ese increíble lugar.