Phnom Penh: un cambio de perspectiva
La capital de Camboya se recupera lentamente del genocidio con la esperanza de algún día poder ser grande, bella y un hogar de paz para los suyos. Me fui con una grata sensación de pena y alegría juntas de esta ciudad que me recibió con una mala impresión, pero que terminó cautivándome.
En la Camboya profunda es donde aún se sienten vivos los horrores de las guerras. Este país recién logró alcanzar la paz en 1991, tras el genocidio perpetrado por el ejército comunista Khemer Rouge, liderado por el dictador criminal Pol Pot, quien entre 1975 y 1979 eliminó a más de tres millones de personas, de la forma mas cruel que un ser humano pueda imaginar.
Hubo cerca de trescientos campos de exterminio o killing fields que se han preservado para honrar la memoria de los fallecidos y crear conciencia en las futuras generaciones para que esta tragedia no se vuelva a repetir. Estos lugares se recorren a pie, por senderos polvorientos que al paso de los visitantes y con ayuda del viento y la lluvia, van extrayendo restos de huesos humanos y de ropa de los miles de aniquilados que aún permanecen ahí, provocando al atónito turista una mezcla de sensaciones abarca desde la repulsión física, al terror mas primario y salvaje, pasando por una pena insondable.
Que llegue la lluvia
Phnom Penh, la capital del Reino de Camboya, es caótica en el tráfico de autos y motos que se desplazan en todas las direcciones ignorando semáforos y normas de conducción. Pero se trata de un caos que fluye sin drama y que resulta imposible entender para un afuerino.
Percibí la ciudad como polvorienta, sucia y poco atractiva. Primaba un color amarillento, que según dicen se disiparía con la lluvia. Al internarme en sus recovecos, aparecer unas grandes avenidas, templos budistas, edificios construidos al estilo khmer e imponentes mansiones coloniales francesas preservadas en buen estado y ocupadas hoy por embajadas, residencias de la clase alta y hoteles boutique.
Durante la Colonia, los franceses proyectaron monumentales avenidas en que las perspectivas juegan un rol estético importante. Hay una costanera sobre el río que está repleta de bares, restaurantes y pubs para pasear por la tarde y divertirse de noche.
Visité las afueras del Palacio Real, con sus amplios jardines y edificios estilo khmer; el Museo Nacional, que alberga una valiosa colección de objetos que fueron rescatados de los Templos de Angkor; el Mercado Central, en cuyo interior se encuentra todo lo imaginable, entre relojes y ropa de marcas falsificadas, abarrotes y puestos de comida.
Las calles aledañas a este mercado son un enjambre boyante de pasadizos que van en todas direcciones y que están repletos de comercios de toda índole en los que uno se puede perder entre el griterío, las hamacas de los locatarios plácidamente durmiendo suspendidos sobre las mercaderías, las motos y las mujeres que visten unas coloridas tenidas de dos piezas que son igual a un pijama de hombre.
Es cosa de dejarse llevar por este perfecto caos para encontrar objetos insólitos, tener conversaciones que dicen mucho a puras señas y risas, y pasar momentos surrealistas en un ambiente donde nadie agrede, roba ni atenta contra la seguridad de uno. Al final, siempre se encuentra una salida donde hay un taxi o un tuk tuk dispuesto a negociar un paseo al aire libre por las atestadas avenidas de Phnom Penh.
Ejemplo de resiliencia
Mención especial merecen los camboyanos, que son gente preciosa en el más amplio sentido de la palabra. Se repusieron de una enorme tragedia de manera resiliente y, a pesar de todo, creen en su país, se identifican con su cultura, la respetan y aman. Es la gran maravilla con que el budismo contribuye al mundo en estos días de odio y muerte por parte de grupos fanáticos religiosos.
Phnom Penh se recupera lentamente con la esperanza de algún día poder ser grande, bella y un hogar de paz para los suyos. Me fui con una grata sensación de pena y alegría juntas de esta ciudad que me recibió con una mala impresión, pero que terminó cautivándome.