Encuentros cercanos con los masáis
En Kenia viví una de las experiencias más emocionantes de mi vida. Pasar algunas horas con los masáis, interactuar con ellos y conocer la simpleza con la que miran la vida es algo que recordaré por siempre.
Una de las cosas que más me intriga es tratar de entender cómo funcionan las estructuras mentales en el resto de los humanoides y su relación con la vida y el planeta. Para mí, todo estaba predestinado a cumplir los roles que el mundo occidental tenía preparado para mi vida. Colegio, universidad, matrimonio con una sola mujer y tener a los dos hijos a quienes hoy debo educar para que se relacionen con el resto de la sociedad.
Me considero un hombre afortunado, pero siempre vuelvo a preguntarme ¿acaso es esta la única y más sensata manera de experimentar la vida? Todo esto me activó profundamente un nuevo sueño viajero: visitar una villa masái en Kenia.
El trayecto, una experiencia aparte
Era época de lluvia en el Parque Nacional Masái Mara y a lo lejos se percibía una cortina gris que caía sobre un sector reducido de la planicie, y que en forma repentina terminaba sobre nuestro Land Rover guiado por Garin –que vestía el atuendo rojo típico masái, llevaba una lanza y tenía los lóbulos de las orejas abiertos y alargados.
Para llegar a Manyatta, la villa masái, tuvimos que cruzar dos riachuelos que con el torrente caído se convirtieron en verdaderos ríos. En el trayecto nos encontramos con los dueños de casa: leones, jirafas, elefantes, cebras y una gran variedad de acacias que le dan un toque tan típico de la sabana africana.
Todo el trayecto fue alucinante y estaba cargado de un sentimiento de aventura, lejanía, observación, admiración y un nerviosismo no menor.
Manyatta
Antes de llegar a la Manyatta le pregunté a Garin si debía comportarme de alguna forma específica. También le pedí que me orientara en cómo rechazar sin ofenderlos el típico jarabe de leche con sangre de vaca a veces mezclado con pipí de animal que suelen ofrecer. Era lo que me tenía más nervioso, pues no quería probar esa pócima ultra calórica típica de la gastronomía local (ahora comprendo cómo pueden enfrentarse a un león como quién se enfrenta un perro callejero).
Al llegar me encontré con un panorama simplemente sobrecogedor. Las casas, construidas básicamente con ramas y caca de vaca, estaban dispuestas en círculo una al lado de la otra. Algunos niños se asomaron y, al verme, sonrieron.
Al fondo había un boma, una especie de corral cercado con ramas, con una división al centro para separar las vacas de las cabras, desde donde salían y entraban personajes de distintas edades vestidos con muchos colores. Algunos me miraban como preguntándose “quién es este sapo”. Les levanté la mano en señal de saludo, pero no recibí respuesta y me sentí un poco idiota.
De a poco comencé a comprender lo que me rodeaba y que sus códigos no tenían mucho que ver con los míos. Se acercaron unos niños a saludarme con la cabeza inclinada en señal de respeto. Les puse la mano sobres sus cabezas, lo que los hizo reír, así que se quedaron cerca de mí. Me emocioné por dentro y percibí una sintonía que nunca antes había experimentado. Los adultos seguían ocupados en sus labores rutinarias y no me prestaron mucha atención, así que me acerqué al boma cuidando de no irrumpir irrespetuosamente sus faenas.
Entre el ganado observé a una mujer ordeñando a una cabra, que se me quedó mirando atentamente por mucho rato. Sin embargo, su cara asomó una sonrisa como diciéndome “bienvenido, puedes compartir con nosotros”. Me colé en sus labores y le pedí que me enseñara a ordeñar las cabras, pues no fui capaz de extraer ni una sola gota, lo cual les provocó mucha risa. Me sentí bien e infinitamente agradecido por estar ahí.
Después de un rato salí del boma y entré a una casa donde una mujer cocinaba la cena con su bebito a un lado. Le pregunté a Garin por la edad de la mujer, pero me dijo que ni ella lo sabía dado que no cuentan, pues su manera de relacionarse con la vida es simplemente distinta: viven el día a día, pastorean, celebran sus ritos y son tremendamente consientes del entorno que los rodea. Son orgullosos de sí mismo y de sus tradiciones al punto que no están dispuestos a dejarse vencer por la presión del mundo contemporáneo.
Al atardecer llegó la hora de despedirse, pues se iban a dormir. Así que salí y les pedí que se juntaran para sacarme una foto con ellos. Todos encantados se pusieron alrededor mío para la inmortalidad. Al mostrarles la foto se agolparon a mi alrededor, riendo por la novedad, pues ni siquiera tienen espejos. Me emocioné nuevamente, alucinado por la experiencia.
¿Qué pasó?
Montado nuevamente en el Land Rover, ya de vuelta al Enkewa Lodge, me despidió una puesta de sol que irradiaba unos colores que sólo se ven en esos cielos africanos. Fue el contexto perfecto para reflexionar sobre mi encuentro cercano con gente que lleva un estilo de vida extraordinariamente admirable, que me remeció profundamente y que recordaré para el resto de mi vida.