Volver a Bohol
Sueño volver algún día a Filipinas y ver a los niños viviendo su infancia, el ecosistema siendo cuidado y respetado, y por sobre todo espero que vuelvan a encontrar la dulzura y felicidad que han ido perdiendo.
Cuando pienso en Bohol tengo sentimientos encontrados. Por un lado, allí viví experiencias únicas que no podría repetir en otra parte del mundo, mientras que por otro representa otra Filipinas totalmente opuesta de la que me enamoré en Siquijor.
Esta desconocida isla tiene dos principales atractivos turísticos que tenía que conocer: las Chocolate Hills y los Tarsiers. Para llegar a ellos había que recorrer la isla entera en moto, lo cual es una aventura de un día completo.
Las Chocolate Hills llevan ese nombre debido a su similitud con los Kisses de Hershey’s. En temporada árida son más de 1.700 montes de igual altura, idénticos, uno al lado de otro, cubiertos de pasto seco. Estar sobre uno de ellos viendo este paisaje extendido sobre todo el horizonte, sin duda es uno de los espectáculos naturales más increíbles que he visto.
Por otro lado, desde que supe que existían quise conocer los tarsiers, y tuve la suerte de poder ver, durante unos minutos, a dos de ellos durmiendo en la copa de un árbol. Estos primates son los más pequeños del mundo; miden máximo 15 centímetros de largo pero, a su vez, son los mamíferos con los ojos más grandes en proporción a su tamaño total. Sus peculiaridades los han llevado a ser animales en peligro de extinción y protegidos en reservas ecológicas, ya que son territoriales, nocturnos y con tendencias suicidas.
Un lugar de contradicciones
Siempre me ha dado algo de miedo estar en lo alto de un lugar del que me puedo caer. En Bohol no vencí mi miedo, pero me siento orgullosa de haberme atrevido –obligada– a lanzarme por un zipline. Durante un minuto me sentí un pájaro; mientras volaba a 500 metros de altura pude ver toda la selva filipina y el imponente río Loboc. No sabía si llorar de alegría por estar en tan maravilloso lugar, o de terror porque nada me salvaría si se cortaba el cable por el cual me deslizaba.
Bohol, y Filipinas en general, no solo tienen atractivos naturales impresionantes, sino que también su población es de una bondad intrínseca. Pero en esta isla conocí el lado B de este país: los precios eran del doble de lo que venía pagando; los niños ya no perseguían a los turistas gritando “hello”, sino que “money”; y los resorts ya no eran casas con piscinas, sino enormes complejos con playas privadas.
No esperaba que Bohol fuese Siquijor, pero tampoco esperaba que fuese “Boholandia”: una isla de diversiones hecha para el turismo y para los turistas octogenarios, occidentales y pedófilos. Me fui de allí con un amargo sabor, con una sensación de impotencia y de pena por los abusos que vi hacia niñas filipinas ya no tan inocentes. Sueño volver algún día a este país, y ver a los niños viviendo su infancia, el ecosistema siendo cuidado y respetado, y por sobre todo espero que vuelvan a encontrar la dulzura y felicidad que han ido perdiendo.