Una señal bajo el árbol de Buda
Con cada viaje, dejamos atrás muchas cosas, y solo así somos libres para vivir el momento en cada nuevo día. Lo que aprendemos con el corazón se guarda ahí para siempre. Por Hugo Cantuarias
Llevaba ya casi un mes recorriendo los enredados callejones de Varanasi, la antigua Benarés, en India. Había hecho amigos y casi me sentía uno más de los miles que cada madrugada bajaban al Ganges a venerar el sagrado río.
A lo largo de los meses de viaje un nombre se me había aparecido muchas veces casi sin quererlo: Buda. La primera vez fue en Indonesia, en la maravillosa Borobudur. Luego vino el Buda gigante en la colina del templo de Po Lin, en China, e innumerables veces en los templos de las islas del sur de Tailandia.
Debo reconocer que mi conocimiento del Budismo era casi igual a cero. Salvo haber leído Siddarta de Hermann Hesse en el colegio, sabía muy poco de este hombre que influenció tanto el mundo espiritual de Oriente.
Decidido a matar un poco mi ignorancia, había comprado por unas cuantas rupias un pequeño libro sobre el Budismo. Allí se mencionaba que la iluminación de Buda había acontecido en Bodhgaya, una ciudad cercana a Varanasi. ¡Tenía que ir ahí! ¿Cómo no conocer el lugar donde todo comenzó para esta religión?
Tras un par de averiguaciones, al día siguiente estaba arriba del tren rumbo a Bodhgaya.
Dejé mis cosas en un pequeño hostal y partí a recorrer la ciudad en busca de algo muy específico: el Bodhi tree (árbol de Buda), una enorme higuera bajo la cual Buda alcanzó la iluminación o el nirvana y que, según mi libro, seguía vivo y frondoso desde hace miles de años.
La señal
El lugar es hermoso, algo así como un parque lleno arboles, flores y estupas (templos) budistas y, obvio, con peregrinos de todos los rincones del planeta.
Caminé rumbo a una enorme estructura que marcaba el lugar donde Buda dio su primer discurso. Me senté un rato a mirarla desde lejos y sentí la paz que se respiraba. Me llamó la atención un monje que oraba y junto a él había un perro, ¡juro que parecía que también estaba orando!
Entonces pensé que yo también quería un poco de esa iluminación de Buda, pues me vendría bien algo de claridad; no aspiraba al nirvana, pero algo de luz no me habría venido mal. Quizás si me sentaba bajo el dichoso árbol… tal vez, quién sabe.
Mi decepción fue mayúscula cuando vi que la higuera de Buda estaba cercada por unas enormes rejas. Un par de gruesas ramas escapaban del cerco y salían a dar sombra a los peregrinos.
Me dije: “Bueno, ya meditar bajo el árbol no fue posible. Pero si una de esas hojas cayera de la rama sería un tremendo regalo del Buda, incluso una señal”. Y en eso se dio la magia, cuando miré la rama y una enorme hoja se desprendió y comenzó a caer. Hizo unas piruetas en el aire y se posó a mis pies. Me agaché con la felicidad de quien ha recibido una señal divina y, cuando mis dedos van a tomarla, unas arrugadas y veloces manos se me adelantaron. Una viejecita japonesa que bien podría haber sido hermana del señor Miyagui la agarra y se la lleva. Se fue inmediatamente, caminando con pasos cortos y veloces. Y yo, con mis manos vacías.
Creo que esperé una hora al menos a ver si caía otra hoja, ¡pero nada! Decepcionado me fui a seguir disfrutando del lugar. Todo allí tenía un aire especial, oré y entregué ofrendas en un pequeño templo y vi el lugar donde se supone que una gigantesca cobra protegió de la lluvia al joven Buda para que no se interrumpiera su meditación. Cada rincón tenía su historia, pero yo seguía pensando en mi “robado” regalo de Buda.
Detrás de este episodio hay algo que no supe ver sino hasta mucho después. Buda dice que lo que nos amarra nos causa sufrimiento, que si aprendemos a desprendernos, eso nos acerca a la felicidad. Creo que nosotros, los viajeros, intuimos eso de alguna manera, con cada viaje dejamos atrás muchas cosas, pero solo así somos libres para vivir el momento en cada nuevo día. Así como no era necesario que yo tuviera la hoja del árbol donde Buda se iluminó y la atesorara como reliquia para valorar la maravilla de ese momento y entender que lo que aprendemos con el corazón se guarda ahí para siempre.