Un fin de semana en Medellín
“Usted, mi amor, aquí se enamora de seguro”. Proféticas resultaron las palabras del taxista que me llevaba a Medellín, aunque poco podía saberlo en ese momento mientras atravesaba kilómetros y kilómetros de valles verdes. Sólo me reí.
Llegué a pasar un fin de semana en Medellín algo así como “a la vida”. El plan original era conocer Bogotá, pero a medida que avanzaba el tiempo varias personas me incitaron a replantear la ruta. Resultado: un día antes de abordar el avión compré la conexión hacia el valle de Aburrá.
Lo diré de una: Medellín es su gente. La ciudad es linda, el transporte funciona sin problema y abunda el verde. Pero su mejor carta de presentación son los paisas, quienes redefinieron lo que entendía por amabilidad. Y es que no sólo te ayudan con las direcciones, sino que te dan el mejor dato. Si te ven con cara de pena te tiran cualquier cometario para hacerte sonreír, aunque ni te conozcan. Si te ven perdido, se acercan a orientarte. Pueblo más genuino y cálido he aun de conocer.
Primera aproximación
El segundo día traté de tomar un walking tour que me habían recomendado, pero que resultó estar repleto. Felizmente, los mismos chicos de la agencia me pusieron en contacto con Alejandro (¿acaso no les dije que eran extra amables?), uno de los guías acreditados de la ciudad. Junto a él, una adorable pareja de viajeros fueron los mejores partners en mis primeras incursiones por las fascinantes calles antioqueñas.
Aquí mi intento de resumen: el genio de Botero por doquier, palacios de justicia convertidos en galerías comerciales, café del bueno, iglesias floridas, quebradas escondidas, fruta, fruta y más fruta. Y mangos botados en las calles que aromatizan la ciudad entera.
Así, de a poco, te va atrapando Medellín.
A volar
– ¿Quieres acompañarnos a hacer parapente? Es barato aquí – fue la propuesta que me hicieron Jonas y Sylwia, la simpatiquísima pareja alemana-polaca que había conocido en nuestro walking tour personalizado.
Nunca lo había hecho. Ni siquiera se me había ocurrido que Medellín fuera un lugar para hacerlo. Pero desde el momento en que me lo mencionaron supe que no me iría de la ciudad sin probarlo.
Un par de horas más tarde, mirando el valle de Aburrá a no sé cuántos cientos de metros de altura, me preguntaba en qué momento había pensado que esto sería una buena idea. Y es que no se imaginan lo intimidante que es la vista del vacío los minutos previo al vuelo . Pero ya, ahí estaba y no habría vuelta atrás.
Un, dos, tres y… ¡estoy volando!
Dudo que vuelva a sentir lo que sentí en esos veinte minutos. Deleite puro mezclado con una paz infinita que te inunda y aleja de toda preocupación. No hay miedo ni duda en la altura, no en las manos de esos instructores tan secos. Si van algún día, no dejen de hacerlo. Vale mil veces la pena.
Terminé mi estadía en la ciudad usando el modernísimo metro cable, conociendo sus bellos parques, recorriendo más de sus calles y, en general, dejándome llevar por su enviciante ritmo.
El taxista tenía razón, me había enamorado. De los paisas, de Medellín y de Colombia. Ahora la pregunta es, ¿cuándo vuelvo?