Transmongoliano, quinta parada: Pekín
Nuestra aventura en el Transmongoliano llegaba a su fin en China. Pekín fue un cambio impactante en comparación con todo lo que había visto antes, pero la ciudad se demoró poco en fascinarme.
Atravesando el desierto de Gobi, había una sucesión interminable de dunas en el horizonte en las que amaneció y atardeció. Por la escasa civilización el tren hizo esporádicas paradas donde no dejó ni recogió pasajeros. Y por más absurdo que parezca, había otro chileno en el tren, chileno-mongol, pero chileno al fin y al cabo.
En la frontera para entrar a China, el proceso era similar al de Rusia: policía mongola y timbre de salida, policía china y timbre de entrada, y la respectiva revisión de equipaje, y de vagón. La mejor parte fue cuando levantaron vagón por vagón e hicieron un cambio completo de ruedas, ya que los rieles chinos están más juntos que los del resto del recorrido.
Al despertar ya estaba en China, atravesando montañas, bosques y ríos. De repente apareció una neblina arrastrada que se intensificó aún más en Pekín. Ciudades enteras estaban instaladas a los pies de chimeneas industriales que botaban nubes negras de humo, y en ese momento entendí que no era neblina, sino contaminación.
El motor del mundo
La modernidad de la estación de trenes era un adelanto de lo que vería más adelante en esta ciudad. La despedida del tren fue a la vez triste y emocionante ya que la aventura había terminado, pero había conseguido concretar uno de mis sueños viajeros de toda la vida.
Hordas de personas para un lado y para otro, calles gigantes llenas de autos y de comercio, todo muy opuesto a lo que vi el resto del viaje. La fascinación que sentí por esta capital y esta cultura fue inmediata. Pekín es una capital rápida, viva y vibrante.
Me quedé en un hutong, un tipo de calle residencial muy estrecha, en la cual había algunos almacenes y restaurantes. Cerca tenía una estación METRO, y lo digo en mayúscula porque es el metro más moderno y limpio en el cual me he subido. Ubicarse dentro es muy fácil ya que hay varios mapas en oriental y occidental. Sin duda, su infraestructura es tan grande como la ciudad, porque es posible llegar hasta los lugares más lejanos a través de sus túneles.
Antes de dedicarme a pasear sin rumbo, tenía que conocer algunos de sus lugares más destacados: la Ciudad Prohibida y el Palacio de Verano. En ambos casos, desde afuera ya empezaba a vislumbrar lo que sería por dentro: el imponente tamaño de los muros, escaleras y jardines interiores me dejaron impactada. Las piedras talladas de las esculturas y todos los adornos imperiales de los techos son ejemplo de una cultura milenaria de la que de todas maneras quiero seguir aprendiendo.
La Gran Muralla China era otro highlight de mi viaje. Subí en un teleférico desde el cual podía ver la muralla serpenteando hasta el infinito por las montañas cercanas. En mi “teleférica experiencia”, jamás vi un paisaje tan impactante. Caminé de un lado a otro, subí y bajé todas las escaleras y toqué todas las piedras, mientras me imaginaba la vida del ejército chino que vivió en ese lugar. Aunque no me quería ir, me animó mucho la idea de bajar por Rodelbahn por una de las construcciones más emblemáticas del mundo.
Pekín es una ciudad de contrastes: los chinos siempre están muy abiertos a ayudar en todo lo posible, pero te escupen al lado de los pies. Uno puede sentir una paz interior increíble al caminar en el Lama Temple (templo budista) y después sentirse en 1984 por el control comunista de ser perseguido en cada paso por cámaras de seguridad, o pasar por rayos X al entrar al metro. Pero me encantan las ciudades con contrastes, y por eso ¡amé Pekín, y volvería mil veces!
Así y aquí me despido de este viaje del que estaré orgullosa toda mi vida, y confieso aún no caer en cuenta de los lugares en los que estuve. No cambiaría jamás haberlo hecho en invierno, ni el haber postergado otros planes por cumplir este sueño. Tuve la mejor compañía para el mejor viaje y experiencia de mi vida. Con mi pasaporte con varios timbres nuevos, puedo decir que el Transmongoliano, simplemente, fue perfecto.