Transmongoliano, primera parada: Ekaterimburgo
Al llegar a la estación de trenes ya no había vuelta atrás, el Transmongoliano se volvía realidad, mi nueva realidad por tiempo indefinido. Con mi ticket en mano, lo primero era identificar mi tren dentro de las decenas de ellos indicadas en la pizarra (todo escrito en cirílico), ubicar la vía y subirme a lo que sería mi casa por las próximas 27 horas. Mi emoción no pudo ser mayor al ver un tren sacado del pasado esperándome en las vías.
En la puerta de cada vagón, las provodnitsa (azafatas del tren) chequeaban el pasaporte y el ticket de cada pasajero antes de hacerlos subir. No sé si fue mi pinta de turista o mi cara de “no entiendo nada” que hicieron que mi provodnitsa me agarrara de un brazo y me llevara hasta la mismísima puerta de mi camarote.
Puntualmente, el tren partió. Todo lo que soñé estaba pasando, silbatos en el andén, el chuuu chuuu de la locomotora y el ruido de las ruedas en los rieles.
A los cinco minutos, la provodnitsa pasó por cada pieza a dejar las sabanas. Todo estaba impecablemente lavado y planchado. Mis compañeros de pieza rápidamente desenrollaron un colchón que estaba en los pies del camarote, pusieron las sabanas y se cambiaron de ropa a algo más liviano ya que la calefacción hizo subir rápidamente la temperatura del vagón de -30 a 30º C. Imitándolos realicé la misma maniobra.
A pesar del amplio menú del vagón restaurante, la mayoría iba tomar vodka, vodka y más vodka. Además, en cada vagón había un samovar (una tetera gigante) con permanente agua hirviendo para el té.
Probablemente, la gran pregunta que deben estar haciéndose es «¿y el baño?». Era muy parecido al de un avión, sin ducha, con algunos momentos mejores que otros, y con orden de cerrarse con llave en cada parada del tren.
La capital de los Urales
Después de dormir casi 20 horas llegué de madrugada a Ekaterimburgo, una ciudad ubicada en la frontera de Europa con Asia. A pesar de la nieve y de los -17º C, decidí caminar los cinco kilómetros que separaban la estación del hostal.
Todo era silencio en la calle. El aire se puso pesado, y supe que había llegado al lugar donde los bolcheviques ejecutaron al Zar Nicolás II junto a su familia. En conmemoración a este hecho se construyó, hace una década, una enorme iglesia con una escultura de la última familia imperial rusa subiendo al cielo.
Siguiendo la caminata por la Avenida de Lenin, calle principal de la ciudad, llegué al río Iset, caminé por el dique y pasé por la mansión Sevastianov (parte del patrimonio arquitectónico nacional). En general la ciudad es muy moderna y, a pesar de la nieve, se notaba lo impecablemente bien cuidado de sus espacios públicos. Finalmente, al llegar al hostal me di una ansiada y merecida ducha.
Al día siguiente, lo primero a hacer era comprar el siguiente pasaje a Novosibirsk. El tren saldría en la noche, por lo que tenía todo el día para seguir recorriendo la ciudad. Fui a la zona empresarial de altos y vanguardistas edificios ubicados en el borde del río. Caminé por el río congelado, recorrí distintas calles y descubrí una ciudad de hielo con paredes, esculturas y juegos infantiles esculpidos en bloques gigantes.
La tarde caía y era hora de comprar nuevas provisiones antes de volver a la cápsula del tiempo por 30 horas más. El 31 de diciembre debía llegar a Novosibirsk justo para celebrar el año nuevo.