Tailandia y sus océanos de cenizas
De Tailandia me gustan los sueños sin ascensor, las caídas libres, la vida que no alcanza a ser una sola vida; la vida que me deja dormir sin tener que mirar el reloj porque el mundo, ese que a veces llamamos real, empieza doce horas después de tu ausencia. De Tailandia me gusta la música con la que relaciono ciertos recuerdos, ciertos paisajes, ciertas fechas. De Tailandia me gusta Phi Phi, Bangkok, Chiang Mai, Krabi, Phuket. Los viejos océanos de ceniza. Y los peces. Y los templos. Y los amigos. Y los bosques y las rocas grandes y el mar. Y los dientes del pasado y las cosas que conozco y las cosas que ya fueron y las cosas que no sé cómo nombrar de nuevo.
Estoy en un café. Es Santiago, es junio, es invierno. Se me había olvidado qué frío hace
en esta época del año. Es un aire helado, invisible, que de alguna manera se las ingenia para entrar en tu ropa, rozarte el cuello, pellizcarte el hombro.
La mujer, de la que no voy a saber el nombre, me pone en la mesa una tetera azul y un par de medialunas. Empiezo a jugar con una, con la otra y finalmente decido que quiero darle un mordisco. Cierro los ojos. Siento el frío otra vez. Mi cabeza se llena de preguntas.
Siempre pasa (yo sé que les pasa) que cuando estamos así, en medio de una estación invernal, pensamos: qué ganas de estar en otro lado. Qué ganas de estar cerca del mar; cerca del agua. Qué ganas de andar ligera de ropa, de equipaje. Poder sentir la arena en los pies. Poder sentir la sal en los labios.
¿Dónde quiero estar? ¿Cuál de todos los lugares que conozco? Quizás Tailandia.
¿Razones? He estado allí algunas veces y es curioso (o quizás no) que siempre me genere tantas y tantas emociones; tantos sentimientos contradictorios, revueltos, extraños.
¿Cómo hablar de él? ¿Debería quizás llamarla “ella”? ¿Cómo escribir de corrido? ¿Cómo juntar las palabras? ¿Cómo transmitir aquello que siento/aquello que vivo cuando estoy allí? A veces las ciudades, los países, se asemejan a los seres humanos y adquieren vida propia y sentido propio y luchas que nacen más abajo del corazón. ¿Cómo es Tailandia? ¿Qué la hace tan diferente?
En tiempos así, tan lunáticos, tan posmodernos, tan ambiguos, tan mediáticos, podríamos definir un lugar a partir de una lista eterna de “me gusta” y “no me gusta”. ¿Hacemos la prueba?
De Tailandia me gustan sus paisajes, sus aguas turquesas, su verano infalible.
De Tailandia me gusta Phi Phi, su mar de Andamán y el sur que en cualquier punto cardinal siempre termina siendo el sur. De Tailandia me gustan sus bares, sus tabernitas, su oscuridad y que siempre/siempre/siempre arrastre consigo una multiplicidad de significados, de rostros, de sentidos. De Tailandia me gusta también lo que me disgusta: sus laberintos, sus ciudades medio rotas, medio vivas, sus paisajes, sus torbellinos, su gente.
De Tailandia me gustan los pad thai en todas sus formas y colores y sabores. Aquellos que queman la boca, aquellos que queman la lengua, aquellos que se meten muy debajo de la piel, muy debajo de la ropa.
De Tailandia me gusta el vino blanco (aunque no sea de Tailandia) y tener la certeza de que a pesar de que exista tanta y tanta gente, siempre es posible encontrar lugares de soledad, de silencio, de reflexión. Paraísos desconocidos, casi vírgenes.
De Tailandia me gusta la religión auténtica, la gente auténtica. Y el ruido de la calle y el ruido de sus cabezas y el ruido de los vidrios molidos, de aquello que está agonizando.
De Tailandia me gustan sus botecitos que funcionan como transporte y donde puedes andar y andar porque allí no te importa perderte. De Tailandia me gusta la posibilidad de sumergirme debajo y debajo del agua, y descubrir nuevos mundos, nuevos horizontes, nuevas perspectivas. De Tailandia me gustan los peces de colores, los cuatro corales que tocaste sin querer y la libertad de no saber qué es realmente la libertad. De Tailandia me gusta lo distinto, lo verde de la tierra, lo verde de sus brazos.
De Tailandia me gustan los sueños sin ascensor, las caídas libres, la vida que no alcanza a ser una sola vida; la vida que me deja dormir sin tener que mirar el reloj porque el mundo, ese que a veces llamamos real, empieza doce horas después de tu ausencia. De Tailandia me gusta la música con la que relaciono ciertos recuerdos, ciertos paisajes, ciertas fechas. De Tailandia me gusta Phi Phi, Bangkok, Chiang Mai, Krabi, Phuket. Los viejos océanos de ceniza. Y los peces. Y los templos. Y los amigos. Y los bosques y las rocas grandes y el mar. Y los dientes del pasado y las cosas que conozco y las cosas que ya fueron y las cosas que no sé cómo nombrar de nuevo.
¿Qué no me gusta? No me gusta que sea la historia de una tragedia. No me gustan los lugares turísticos. No me gustan las sonrisas de mentira. No me gusta que los días sean tan cortos. No me gusta el turismo sexual.
Un recuerdo, una memoria: me refugio aquí y allá y nado porque soy de mar hasta que los dedos se me ponen de viejita. Y ves cosas que no te gustan, que has visto en algunas ciudades, y te duele el abuso del hombre occidental a la mujer oriental, las ambiciones, las perversiones, el amor de plástico, inexistente.
No me gustan las estafas. Ni las monetarias ni las del corazón. No me gustan los artificios cuando no están dentro de un poema. No me gustan los silencios, el interés mal intencionado, la sangre violenta.
Pero hay una cosa: en ese abanico de existencias, de recuerdos, de fragmentos, de pedazos rotos, existen cien pausas y un poco de magia que tienen los nombres de los dioses, del deseo. A veces también de tus manos. A veces también de la esperanza de un hombre. A veces también de los ojos de un niño, tan pequeño/tan pequeño, que se queda en mi alma. Y están los aviones, el destino errante que siempre me llevó allí, incluso para quedarme, incluso para hacer una nueva escala. Y está el mar, la habitación de un hotel y una mujer que manchó mi ropa. Están las pecas que me dejó el sol, la arena en mis dedos, su piel morena. Están los hilos que conocí, casi invisibles/casi invisibles, las puertas de sol, las puertas de paz, de esperanza, de alegría, de futuro. Están los colores detrás de esa noche que inventamos. Está la luz y los cruces en lancha, en barco, en lo que fuera. Están las voces extranjeras. Y los mercados flotantes. Y los sombreros grandes. Y los paseos en canoas imaginarias para llegar a un lugar. Y los pueblos hippies. Y los cielos sin estrellas. Y la lluvia y el calor y la lluvia y el calor.
Y está Tailandia, con todo lo bueno, con todo lo malo, como un laberinto de aciertos y desaciertos que configuran un rostro, una identidad, una señal; que configuran una vida, un recuerdo: un lugar en el mundo.