Sueño viajero: un paseo por las tierras del yeti


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Nepal era uno de aquellos países que siempre me habían intrigado. La cultura tibetana, las montañas, el budismo, todo de allí me era atractivo. Y estando en mi viaje alrededor del mundo no podía dejar de cumplir ese sueño viajero. Era, obviamente, una parada obligatoria. Por Hugo Cantuarias.

 

Había cruzado la frontera desde India pasando por Darjeeling. La idea era viajar desde Khatmandú  a Pokhara y desde ahí emprender uno de los trekkings más hermosos del planeta hasta el monte Annapurna. No tenía mucha experiencia en eso, salvo unas cuantas veces en Chile, que nunca me tomaron más de un día.

Una vez que llegué a Pokhara, el dueño del hostal me contactó con Nadine, una joven catalana que estaba interesada en hacer el mismo trekking. Así que, tras conseguir los permisos necesarios para entrar en la zona montañosa y santuario natural, contratamos los servicios de un guía, el joven Dipendra.

Monte Annapurna, en Nepal

Al fondo de todas las montañas que cruzaría, el Annapurna

Bandera verde para el trekking

Después de un accidentado comienzo –que nos llevó a viajar en el techo de un autobús ya que al nuestro se le había fundido motor en las empinadas cuestas– comenzamos el trekking desde el pueblo de Nayapul.

Tres días después de intensa escalada por peldaños de piedra que parecían no acabar y, luego de cruzar por puentes colgantes, enfrentarnos a una implacable lluvia que cada tarde nos empapaba hasta los huesos y lidiar con las molestas sanguijuelas que a cada rato aparecían metidas en nuestros calcetines, estábamos por llegar a Chhomrung, un pequeño poblado desde donde solo tendríamos que andar un día más para alcanzar la base del Annapurna.

En esos días habíamos pasado por una ceremonia crematoria al borde de un río, por bosques de bambú y paisajes mágicos cuya belleza es difícil de expresar con palabras. Con la ayuda de Dipendra corté una rama de bambú para usarla de bastón; no lo sabía entonces pero esa ramita casi me iba a salvar la vida días después.

Arribamos a Chhomrung al anochecer. Agotadísimo sólo quería un lugar para dormir. Mis piernas me gritaban “¡para! ¡está bueno ya! ¡no sigas! ¡devuélvete!” y miles de mensajes más no tan reproducibles. En la habitación de mi choza había una araña casi tan grande como mi mano y yo, aún siendo aracnofóbico, sólo la miré y le di las buenas noches, así de cansado estaba.

Puente colgante en Nepal

En uno de los tantos puentes colgantes del camino

Imprevistos en el camino

Ese cuarto día fue el más difícil de todos, no física sino moralmente.  A pocos kilómetros de nuestra meta, el Annapurna Base Camp, un glaciar que se derretía nos impedía continuar. Sólo un par de semanas antes un desprendimiento de hielo similar había matado a varios viajeros rusos iban de subida a la montaña. Un error y resbalabas pendiente abajo sobre el hielo sin que nada te pudiera detener (un par de veces resbalé y el bastón de bambú impidió que rodara cuesta abajo).

Recién habíamos avanzado unos 50 metros y nos quedaban aun 300 más por delante, pero finalmente, y casi con lágrimas en los ojos, decidimos volver. La frase “tan cerca y tan lejos” me retumbaba en la cabeza.

De regreso en el campamento teníamos que decidir si intentarlo de nuevo o no. Fue duro, pero ya no queríamos arriesgar más. Así que optamos por tomar otra ruta rumbo a Poon Hill, más larga pero también más segura.

Bajo las estrellas, esa noche repasaba todo lo sucedido. Casi no podía creer que sólo un año antes estaba en una cómoda oficina de Santiago viendo el mundo a través de la pantalla de mi computador y ahora tenía frente a mis ojos una de las montañas mas hermosas y altas del planeta. Los lugareños dicen que el Annapurna es la tierra del yeti, un ser semi humano y sagrado para ellos. Me preguntaba si sentado en alguno de esos riscos no habría uno de ellos  divagando igual que yo.

Amanecer en los Himalayas

Amanecer con el Annapurna de fondo

A lo lejos, el Annapurna

Once horas más de subida al día siguiente y, atravesando unos maravillosos bosques, fuimos olvidando el trago amargo de la jornada anterior. El lugar parecía decirnos que no era el destino, sino el recorrido el premio a nuestro esfuerzo.

A la mañana siguiente, muy temprano, comenzamos una hora de escalada hacia Poon Hill, desde cuya cumbre vimos la magnitud de algunas de las montañas más altas del planeta y al sol saliendo detrás del Annapurna dibujando bellos contornos sobre las montañas. Las palabras sobraban… tal belleza sólo se podía contemplar en silencio.

Nos esperaban cuatro días de descenso y mis rodillas sólo querían descansar en paz, estaban en huelga. Finalmente, ocho días y medio después de comenzar, volvimos al punto de partida agotados, pero felices, con varias lecciones aprendidas en el cuerpo, en la mente y, por sobre todo, en el alma.

El bus de regreso a Pokhara iba lleno, tal como comenzó esta historia: los tres íbamos sentados en el techo de un autobús, con el pelo al viento entre medio de un paisaje montañoso alucinante y un sueño cumplido en la mochila.

Hugo viajando en el techo de un bus en Nepal

De vuelta en el techo del bus

Lugar:

Nepal

Intereses:

Trekking

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