Sueño viajero en Angkor Wat, el amanecer de tu vida
De repente abres los ojos y estás lejos, muy lejos de tu casa. De repente abres los ojos y estás en Camboya, en un tuk tuk camino a ver el amanecer que más esperabas. El camino es largo, pero todo vale la pena cuando te encuentras frente a un cuadro majestuoso y te das cuenta de que sí, cumpliste tu sueño viajero.
Dentro de Asia había aterrizado antes en Kuala Lumpur, Bali, Singapur y Bangkok. Llegar a Camboya es otra cosa, y eso se percibe apenas te bajas del avión. Llegué a Siem Reap –la segunda ciudad más importante y por lejos la más visitada– y fui recibida por una mezcla de humedad extrema, sofocante calor tropical, frondosa vegetación, hordas de bichos que se te aproximan apenas pisas el cemento y una considerable cantidad de papeles que hay que llenar al aterrizar.
En seguida me acordé de Kapuscinski y Ébano, con sus crudos relatos del África subsahariana mientras reporteaba las guerras de independencia en plenos años 60. Ni hablar de vacunas o de repelente para los insectos, y menos de aire acondicionado. Pensé, si Kapuscinski sobrevivió a todo esto y mucho más, cómo no voy a sobrevivir una semana en Siem Reap y cumplir el sueño de ver el sol asomándose detrás de los templos de Angkor Wat.
Un poco de historia
Llegar a Camboya me abrió los ojos. Era la primera vez que veía la pobreza así de cerca: niños durmiendo solos en las calles, sin zapatos, sin ir a la escuela para vender souvenirs a los viajeros, y una ciudad completamente manejada por y para el turismo. Me preguntaba cómo había sido todo antes de la invasión de cajeros automáticos que entregan dólares, antes del Kentucky Fried Chicken, cuando Angkor no era más que un difuso recuerdo de un pasado glorioso que se había extinguido hace casi seis siglos.
Me daba pena pensar que el esplendor del imperio Khmer había sido hacía prácticamente un milenio y que en adelante todo había ido en decadencia para el pueblo camboyano. Todo esto hasta hace un par de décadas. Hoy el país vive una suerte de renacimiento desde que, en 1992, la ciudad sagrada de Angkor fuese declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO convirtiéndola en parada obligada para quienes se aventuren a recorrer esta parte del mundo.
Las estadísticas muestran que Camboya es uno de los países más pobres y corruptos del mundo, pero independiente de lo que digan los números, la incomparable belleza de los templos budistas-hinduistas, la cerveza a 50 centavos y algunos de los mejores platos de la cocina asiática lo hacen un destino imperdible.
Más allá de todo esto, la real riqueza del país es su gente; amable, humilde, trabajadora y por sobre todo alegre y profundamente agradecida de esta segunda oportunidad que la historia les brindó. Cuesta entender cómo un pueblo que hace unas cuantas décadas vivió una de las peores masacres de la humanidad haya podido pararse, empezar de nuevo y mostrar con tanta alegría la inconmensurable riqueza de su país.
¿Por dónde empezar a hablar de Angkor? Es de lo más impresionante que he visto hasta ahora. Son 400 km2 de historia rodeados de selva tropical. Fue el centro de operaciones del gigantesco Imperio Khmer que gobernó el Sudeste Asiático entre los siglos IX y XV, donde hasta hoy sigue viviendo una pequeña población, algunos descendientes directos de antiguas familias Khmer, que subsisten dedicándose mayoritariamente al cultivo de arroz.
Los recorridos se pueden hacer en 1, 3 ó 7 días. Yo tomé la segunda opción y es lo que recomendaría. En menos tiempo es imposible hacerse la idea de lo realmente importante que el lugar fue para la historia de Asia. En tres días se recorre todo lo imperdible: Angkor Wat, la construcción religiosa más grande del mundo, Angkor Thom, la última gran capital del imperio, Bayon, el templo de las 216 caras incrustadas en las rocas y Ta Prohm, donde enormes raíces de árboles abrazando las ruinas son testigos de la imparable fuerza de la naturaleza sobre el tiempo.
El mejor amanecer de Asia
Para mí, lo mejor vino el último día. Nunca había estado tan contenta de que mi despertador sonara a las 4.30 de la mañana. Hacía como nueve años que, hojeando una revista de viajes, había visto una foto que nunca más olvidé. Era el amanecer más lindo que había visto y, aunque me demoré casi una década en llegar, sabía que algún día iba a ver el sol saliendo detrás de las tres enormes puntas que conforman la puerta de entrada a Angkor Wat.
Sólo ver el cielo ponerse naranjo, ver el reflejo de los templos en las aguas del lago Tonlé Sap y ser testigo de la opulencia de un imperio sólo comparable a la grandeza que Roma tuviese en la antigüedad, hizo que mi viaje valiera la pena.