Sueño de una noche en La Habana
El Caribe es un delirio y mis mejillas rojas por el sol de agosto, la prueba fehaciente de que el mar me ata a un vaivén de recuerdos, a una despedida anticipada, mientras mis tres hielos se deshacen en una copa de coñac. La Habana fue mi abuela, agosto de dos mil nueve, una que otra danza africana y la pasión de un amor al que todavía le quedaba tiempo.
Estoy sentada en una calle sin nombre (o quizás lo tiene, pero no quiero recordarlo) y el calendario, ese que puedo revisar en mi celular, insiste en una cosa: aquí es febrero; aquí es Santiago y la vida no se detiene.
Llegué hace solo unos días de mi congreso de doctorado en Europa. Fue un viaje relámpago y, como tal, volví un poco cansada por tantos compromisos académicos y bohemios, por toda esa vida que era mía hace tan poco y a la que regresé como una turista de paso, como diciendo «sí, todavía soy esa que ustedes conocieron y que regresó a su país hace tres meses». La confusión, aquella que nace muy adentro de mi alma, no la puedo esconder (tampoco me gusta fingir esos procesos tan íntimos que vive en ciertas épocas cada ser humano) y por eso, mientras sigo en esta calle, aquella que les conté al principio, quiero dejar por escrito una que otra sensación que aparece ahora, mientras hago tiempo para entrar a una reunión en una casa enorme, llena de árboles y sol y sombra que me trae la brisa de un verano caliente que nada tiene que ver con el frío que viví en Madrid hasta hace tan poco. Las ideas sueltas y otras cuestiones importantes sobre la vida se manifiestan en este rato ocioso que tengo y cuyas metáforas derivan en preguntas que no respetan el derecho de omisión:
¿Dónde te gustaría estar ahora? Por un momento tengo la extraña sensación de que el eco de esa interrogante encierra un millón de otros significados, tiempos y posibilidades que pueden ser reales en una dimensión que no me es tan ajena.
Pienso y pienso. Tampoco mucho porque rápidamente un viento del oeste se me mete despacio en los ojos, generando cierta nostalgia por un ayer color de espuma, que me devuelve las imágenes de palmeras que tienen el nombre de La Habana. Una humedad fascinante y conocida por los que están leyéndome y han estado ahí; una humedad donde los colores son mariposas y la música de su gente la sangre de un pueblo que lucha por ese pedazo de paraíso que es todavía Cuba. Estar allá solo para revivir sensaciones, masticar olvidos, recordar y confundirme entre los museos de la revolución, mientras cae la tarde y caen también los mojitos y los tragos azules que tienen un nombre inolvidable: Princesa del mar.
Ir a La Habana y seguirle sin pretextos las pistas a Hemingway que dicen «vivió, amó y escribió en Cuba», correr descalza, sin importar las piedrecitas que pueblan el suelo, con un paraguas en las manos y revivir en voz alta mi tragedia mundana: se me quedó el cepillo de dientes en Santiago, justo en la escalera de mi casa, ¿saben? Necesito uno. Parece una anécdota tan lejana, esa la de los dos caminando tienda a tienda con nuestra guía, preguntando y preguntando sin dar con el accesorio, pero la fuerza de la memoria me hace creer que no fue hace tanto tiempo. Vidas pasadas, debería rezar el título de esta historia. Las miles de vidas que vivimos mientras nos vamos alejando de a poco.
Cuba es la gente, el mar en la cara, las olas y olas que juegan con mis piernas y mis brazos y mis manos, una hamaca, una noche, el libro de Evita. También sus ojos, su viejo perfume, la vieja satisfacción de que el presente era también el futuro.
¿Y La Habana? Supongo que es también esquivar secretos, conocer a Fidel y discutir en voz alta, y preguntar y preguntar hasta saber cómo viven ellos la figura del primero de enero de mil novecientos cincuenta y nueve, cómo viven la figura de Ernesto «Che» Guevara, cómo viven todo lo que pasó antes y después. Cantar versos de José Martí, ver cómo los niños bailan y bailan apenas escuchan una melodía, sentarse al lado, a un costado de una placita donde descansa la estatua de Santa Teresa y reír con la risa de esos hombres y mujeres doradas que esperan tanto de la vida. Entregarte a una caminata que tiene el dolor del extravío, casi ocho horas sin sombra, llegar de noche al hotel, un antiguo monasterio, y que un hombre enorme con sotana nos diga, haciéndose el divertido, que lo disculpemos, pero que el aire acondicionado tiene un problema y no está funcionando. Lo perdonamos un poco. O quizás solo un poco después de que nos prepara un exquisito licor de frambuesa. ¿Y saben? La noche nos tenía más sorpresas; más flamenco y un sendero largo y oscuro, porque el supuesto monje nos quería llevar a otro hotel. Al menos por ese primer día. Y ahí partíamos nosotros, maletas en mano, recorriendo las calles de La Habana bajo una luna blanca.
El Caribe es un delirio y mis mejillas rojas por el sol de agosto, la prueba fehaciente de que el mar me ata a un vaivén de recuerdos, a una despedida anticipada, mientras mis tres hielos se deshacen en una copa de coñac. La Habana fue mi abuela, agosto de dos mil nueve, una que otra danza africana y la pasión de un amor al que todavía le quedaba tiempo. Entender la revolución era entonces entender un poco la vida. Y lo sabías cuando estabas mirando directamente hacia la catedral o subías las escaleras del Capitolio y después, mucho más tarde, te entregabas a una fiesta de sabores que tenía el color de la guayaba, de los tamales, de los camarones.
¡Pausa! Si tú has estado allí sabes a lo que me refiero, de lo contrario tienes que seguir esta narración con los versos de Carpentier, un mojito con toques de albahaca y una guitarra que se asemeja a otra que conocí mucho tiempo después. Quizás sonaba Playa Girón de Silvio Rodríguez; quizás sonaba Buena Vista Social Club y su Chan chan.
Me acuerdo del ritmo de una mulata que cantaba y cantaba al lado de un violín. Me acuerdo de su pelo y de su vestido verde fosforescente. Me acuerdo del Nobel del cincuenta y cuatro. También de sus dos bares favoritos: el Floridita y La Bodeguita del Medio. Me acuerdo de sus calles, la arquitectura colonial y siento y siento y siento las mil botellas de agua que nos tomamos porque el calor no nos daba tregua.
Me acuerdo de mis oídos tapados al entrar en una cueva, pensando que así me iba a quedar el resto del viaje. Me acuerdo de los retratos que aparecían colgados en el Hotel Nacional y tantos ojos/tantos ojos que resistieron el poder de la fama. Me acuerdo de las puertas enormes, de los niños jugando béisbol y la casa donde se hospedó Simón Bolívar durante su estancia en La Habana. Me acuerdo del hotel, nuestro hotel, Los Frailes, cuya historia empezaba en el mil setecientos y de cómo sus plantas crecían hacia abajo, como verdaderas lámparas de ensueño, como verdaderas enredaderas que mecían el cielo. Me acuerdo de las mañanas, del desayuno en una casa de la rancia aristocracia cubana donde fue jardinero el padre de José Martí, de la inocencia y del primer amor. Me acuerdo del pum pum de mi corazón, de las puestas de sol, de sus fotografías y de unos ojos verdes que conozco de memoria. Me acuerdo del cañonazo que rompía la armonía de la ciudad, de las lenguas extranjeras y que la noche era siempre un carnaval.
Querer volver solo para adentrarme en La Habana Vieja, caminar por el Malecón, disfrutar de esos autos antiguos y de colores; visitar la Fortaleza de San Carlos de La Cabaña, sumergirme una y otra vez en la historia y asumir que quizás Joaquín Sabina se equivocaba cuando decía que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Seguro que no es así. Seguro que no había pensado en La Habana.