Sueño cumplido: mi propio New York
Aquí van los mejores momentos de esta ciudad alucinante y agotadora, a la que volvería todos los años para seguir descubriéndola, porque después de una semana caminando 16 horas al día, sigue dando la impresión de que Nueva York es infinita.
“Ladies and gentlemen, welcome to JFK International Airport”, y la gente aplaude. Eran las 2 AM y mi avión aterrizaba tarde después de una apocalíptica tormenta eléctrica en Ciudad de Panamá.
El primer vistazo al Flatiron: lo había visto en películas y series, y siempre había querido pararme frente a él. En un momento, al comienzo de la época de los rascacielos, fue por unos pocos años el edificio más alto del mundo. Hoy se pierde entre los muchos que lo rodean opacándolo en altura, pero algo tiene que hace que uno se quede pegado. Un día pasé de noche y había un tipo cantando High & dry de Radiohead, una de mis canciones favoritas, de esos momentos increíbles que ni el precio del dólar logra opacar.
Escuchar una misa góspel en Harlem: hay muchos que lo consideran un espectáculo, pero no es eso, es otra forma de vivir la religión, mucho más pura, más humilde e infinitamente más feliz. Nunca escuché la palabra culpa en todo lo que duró la misa. Lo que más me gustó es la inclusión: un coro de negros, un cura blanco, latinos, otros inmigrantes y turistas, todos reunidos en torno a algo mayor. Para mí ese es el real espíritu de cualquier religión, sin juzgar, sin culpar, pura alegría de estar ahí, agradeciendo.
La universidad más linda: ir caminando por Harlem hacia abajo, seguir a unas personas que iban entrando por una reja y terminar en Columbia. Nació como el King’s College en 1754 y hoy es uno de los principales centros de investigación del mundo. El campus es precioso; sobrio, tranquilo, lleno de verde, de banquitos y la biblioteca más grande que había visto.
Hakuna Matata: me cuesta llorar con libros, películas y series, pero con el comienzo de El Rey León me salió una lágrima al estar viendo algo tan lindo. Al principió dudé en comprar la entrada, por el precio, pero después pasé la tarjeta no más. Fue lejos lo más caro que hice, pero ver este sueño cumplido valió infinitamente la pena.
Lower Manhattan, lo mejor: caminar por East, West y Greenwich Village, y perderse entre sus tranquilas y bohemias calles. Lejos de los rascacielos y de las avenidas enormes, de las ensaladas de 27 dólares del Upper East Side, solo edificios de 4 o 5 pisos, cafés, vendedores ambulantes. Tomarme un café a las 8 AM en el parquecito afuera del Magnolia Bakery y mirar cómo la ciudad empieza el día. No podía dejar de ir al 66 de Perry St. a los célebres escalones por los que Carrie bajaba con sus altísimos zapatos a juntarse con Mr. Big en Sex and the City. Ahí conocí a una italiana que me dijo llorando «Now it’s New York for me»; al final cada uno hace su viaje a su medida.
Let me take you down…: domingo por la tarde, Central Park, Strawberry Field y el mosaico que dice simplemente Imagine en honor a John Lennon. La foto más esperada y un flaco cantando “Let me take down cause I’m going to Strawberry Fields, nothing is real…”.
La isla en bicicleta: una amiga tenía un dato. En la calle 200 con Broadway arriendan bicis por 40 dólares las 24 hrs, un regalo para los precios neoyorkinos. Hicimos toda la ciclovía del Hudson hasta Battery Park, nos subimos a un carrusel surrealista con coloridos pescados gigantes y música a lo película de Tim Burton, luego al ferry a Staten Island, con la mejor vista de Manhattan, y terminamos pedaleando por Wall Street a las 12 de la noche.
El reino de las barbas: me encanta mirar a los judíos ortodoxos. Esos enormes rulos y barbas, que las mujeres usen peluca, su escaso contacto con el mundo exterior y la serie de tradiciones y reglas que siguen me causan infinita curiosidad. Había leído que en Williamsburg había una comunidad grande de ellos, pero nunca me imaginé esto. El viernes por la tarde iba en el bus B62 que recorre Brooklyn, cuando de repente empecé a ver hordas de estos enigmáticos personajes. Ni lo pensé. Toqué el timbre, me bajé y empecé a caminar hacia el sur. Por cuadras era la única extraña en Bedford Ave. Todos caminaban rápido a sus casas con una misteriosa bolsa plástica. Estaba por ponerse el sol y comenzaría el Shabat. Me hubiese gustado preguntarles muchas cosas, pero me miraban extrañados con la misma cara de pregunta que yo a ellos.
Todo por una bolsita de 3 dólares: después de espiar a los judíos un rato, seguí caminando por Williamsburg. Había leído que por ahí estaba Brooklyn Brewery, una de las mejores cervecerías de la ciudad. Figuraba sentada con mi cerveza y una bolsa que decía I love Boston, cuando se me acercaron seis tipos con jockeys de los Red Sox, el famoso equipo de béisbol de Massachussets, y eternos rivales de los locales Yankees. Eran todos oficiales de libertad vigilada y trabajaban con adolescentes en riesgo social, así que me dieron confianza. Terminé probando gratis todas las cervezas artesanales del lugar. A las 12 AM entramos a un bar donde sonaba Hard to explain de The Strokes, una de mis favoritas. No hay nada más New York que eso.
Entre toda la gente con la que me encontré en una semana, en mi hostal conocí a una sueca de 45 años que siempre se había sentido una extranjera en su país y que llevaba una década instalada en California. Entre todo lo que conversamos, me dijo que lo mejor de esta ciudad es que es tan diversa que su New York y mi New York al final eran totalmente distintos. Y con eso me quedo. Al final la ciudad resultó ser nada que ver a como yo pensaba, pero fue mejor; ir descubriendo de a poco que lo más típico a veces no es lo mejor y que no es necesario andar con un saco de plata, porque las mejores cosas son casi siempre gratis o cuestan unos pocos dólares.