Sueño cumplido bajo las estrellas del Sahara


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Sabía que había lugares increíbles por conocer en Marruecos. Había escuchado que Fez y Tánger eran imperdibles, pero finalmente fue en Marrakech donde vi mi sueño cumplido.

Cuando llevaba algunos meses viviendo en Europa, en mis primeras vacaciones, me fueron a visitar mi hermana Florencia y mis primos Valentina e Ignacio. Apenas llegaron a Madrid, decidimos que un viaje obligado, estando tan cerca, era adentrarnos en Marruecos (“donde el sol se pone”), ese país de África del norte donde todavía existe una monarquía constitucional (el rey aparece en todos y cada uno de los lugares en los que entramos) y la gente habla muchísimo mejor español de lo que uno piensa.

¿Nuestro destino? Sabíamos que había lugares increíbles por conocer en ese otro lado del mundo. Habíamos escuchado que Fez y Tánger eran imperdibles, pero finalmente nos inclinamos por la antigua capital imperial: Marrakech.

Monsterrat en el Mercado Tradicional de Marruecos

En el mercado tradicional

No nos arrepentimos. Su exquisita herencia histórica (fundada en 1602) hacía de la “Tierra de Dios” un destino único… como si todo lo que habíamos conocido hasta entonces quedara suspendido en cualquier lugar, en cualquier parte. Los olores y sabores, los rostros que contemplábamos, el aire, todo parecía distinto.

Apenas llegamos al aeropuerto tomamos un taxi que contratamos por internet y que estaba esperándonos a la hora señalada. El conductor, muy serio, pero correcto, nos dejó a unos diez minutos caminando de la Medina. Ahí, medio perdidos, se nos acercaron unos hombres y nos ofrecieron llevarnos hasta el riad (casa tradicional con patios en el medio y habitaciones alrededor) que teníamos reservado. Accedimos, tampoco teníamos muchas más posibilidades.

Para los que no lo saben, Marrakech se divide entre la Medina (Patrimonio de la Humanidad desde 1985) y la Ciudad Nueva. Otro acierto, pienso, es dormir en la primera. Solo ahí sabes por qué se conoce como “La ciudad roja”. El color inunda todas y cada una de las edificaciones.

Marrakech es un laberinto. Si estás planeando hacer este viaje, ten clara una cosa: te vas a perder ahí. No una sino muchas veces. Todas las callecitas parecen iguales.

¡No te asustes! Es parte de la aventura y después de unos días vas a conocer dónde está exactamente la salida.

El mercado tradicional, el más grande del país según los entendidos, y que está en una de las plazas más concurridas del mundo (Djemaa el Fna), es otra experiencia inolvidable. No solo pasear por ella te permite conocer un poco más sobre las costumbres de las personas sino que te invita a ser testigo de cómo, apenas cae la noche, el escenario se convierte en un gran restaurante al aire libre en el que vas pasando de puestito en puestito y probando todas aquellas cosas exquisitas que se te antojen mientras una mujer morena te ofrece hacerte dibujos en la mano con henna, ese tinte natural que tanto abunda en aquellas regiones.

Si una palabra describe Marrakech es la magia. La atmósfera está teñida de un manto ancestral, como si fuera un cuento viejo, pero que de alguna manera puedes reconocer porque lo estabas esperando, lo estabas buscando. Son las fantasías que hemos tenido siempre, quizás desde que somos unos niños y nos maravillamos con el encantador de serpientes, los acróbatas y su arte, el vendedor de agua. Sí, todo está ahí.

¿Es “La puerta del desierto” una ciudad caótica? Absolutamente. Tienes que estar pendiente de que no te atropellen, de la moto que viene un poco más atrás y de las bocinas que te alertan que por una calle minúscula viene una seguidilla de autos que no tienen piedad con el peatón. Te vas a sorprender con las mezquitas y los animales que parece que no tienen dueño. Vas a conmoverte con los ojos de las mujeres, con sus colores, con el velo que lo cubre todo. Vas a aprender que a los ancianos no les gusta que los miren cuando están jugando ajedrez. Que no puedes sacar fotos cerca de ellos. Que la cultura es machista y van a preferir hablarle a un hombre antes que a ti misma. Vas a darte cuenta de que somos muy diferentes.

“¿De dónde son, de dónde son?”, nos preguntaban. “¡De Chile!”, respondíamos al unísono y automáticamente los hombres recitaban la lista de futbolistas que conocían de nuestro país. ¡Son amantes de la pelota!

Si sigo recordando esos días, me traslado a las calles de Marrakech, en plena noche, donde las veredas se transformaban en un desfile de cajitas de todos los colores y tamaños, teteras o lámparas perfectamente ordenadas en el suelo esperando que algún viajero se las llevara de recuerdo.

Algo básico para tener en cuenta: estás pisando la cuna del regateo. Aquí todo es negociable. Si quieres llevarte algo (carteras, joyas, alfombras, zapatos) ofrece siempre el precio más bajo.

Los tours son baratos y valen la pena. Nosotros elegimos uno que nos sumergió en el desierto del Sahara durante casi dos días. Empezamos arriba de un bus que nos paseó por pueblitos perdidos. Viajamos entre las montañas y recorrimos Ksar de Ait Ben Hadu (“ciudad fortificada”), donde se grabaron algunas de las grandes películas de Hollywood (Gladiador, Lawrence de Arabia, La última tentación de Cristo, Babel, La Momia, Juego de Tronos, Jesús de Nazareth y Cleopatra, entre muchas otras).

Después del trayecto dejamos la comodidad de lado y estuvimos durante horas arriba de nuestros respectivos camellos (con las consecuencias fatales que esto tiene para los que han viajado en ellos) con un grupo multicultural de viajeros: japoneses, brasileños, ingleses, ecuatorianos, turcos, alemanes y españoles.

No recuerdo haber pasado frío. Ni siquiera cuando ya era de noche y llegamos a nuestro refugio, en pleno desierto. Sin duda, una de las noches más impresionantes que he vivido en estos veintiséis años.

Todo está muy presente en la memoria de mi corazón: el exquisito té de menta que me ofreció un miembro del campamento berebere, las canciones que no podía entender, pero que sentía. Los bailes, el fuego que no se apagó hasta las tres de la mañana, la música, el silencio y las palabras de mi hermana diciendo que se iría a acostar cuando cayera la última ceniza… esa era la desconexión; esa era la sensación de sentirte tan ligada a la vida y mirar para arriba y darte cuenta de que las estrellas podían ser cada vez más grandes.

En Marrakech sentí que había retrocedido muchos siglos. Que no era mi mundo. Que no parecía mi historia. Que no parecía mi tiempo. Eso la hacía especial. “La perla del sur” nos devolvía la mirada y nos regalaba la magia de volver atrás entre amaneceres y olas de arenas. Me había encontrado con algo de nuestro propio pasado, con algo que parecía desconocido, con algo que no me esperaba, pero que irremediablemente me conducía a una nueva historia; una historia de colores, ruidos y razones que recién empezaba a descubrir.

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