Sobrevivir al sleeper bus
Me habían hablado tanto del “infernal” bus que viajaba entre Vientiane y Hanoi, que necesitaba saber qué tan terrible era. Esta es la historia de una pesadilla que duró 29 horas.
Al igual como creo que la felicidad no es un destino, pienso que los viajes se tratan de exactamente lo mismo. Son mucho más que llegar a un lugar; es la odisea para llegar a puerto, la estadía en el lugar desconocido y la nostalgia que viene después.
Yo siempre quise el pack completo. Quería ensuciarme, perder vuelos y dormir mal. No soy masoquista, pero amo salir de mi zona de comodidad y no saber qué pasará después. Por esta razón, tomar la pesadilla de bus que va desde Vientiane, en Laos, hasta Hanoi, en Vietnam, era una de esas cosas que debía hacer.
Tras un par de días estancada en la capital de Laos, compré el pasaje que me llevaría a través de 24 horas de infierno, según me habían comentado distintos mochileros. Pero yo no podía entender qué lo hacía tan terrible.
Al llegar a la estación, unos hombres muy pesados empezaron a gritarme para que me subiera a un bus sin baño. Me ubicaron en la parte de atrás, en lo que parecía ser un espacio de dos plazas y media para cinco pasajeros. Respiré profundo y me instalé sin dejar de pensar que me había subido al vehículo equivocado.
Luego llegaron los que iban a ser mis compañeros en esa aventura: dos franceses, una inglesa y un belga. Todo el resto era asiático y no tenían intenciones de hablar en inglés. Los extranjeros nos saludamos, conversamos, tomamos pastillas para dormir y el motor empezó a andar.
Para mi sorpresa, el sleeper bus no tenía nada de dormilón. Quienes manejaban pusieron videos a todo volumen y nos tenían al borde de un ataque de ira. Después de horas de mal gusto musical, el belga no aguantó más y desconectó los parlantes como un ninja.
En mitad del viaje se subieron cerca de 15 personas que se instalaron a lo largo del pasillo y dos vietnamitas quinceañeros nos pisaron para pasar a la parte de atrás e irse durmiendo arriba de nuestras mochilas.
Finalmente, todos cerraron los ojos; todos excepto el francés al lado mío y yo. Ninguno podía dormir, así que nos fuimos contando historias a lo largo del trayecto para evitar quejarnos de sueño, hambre o ganas de ir al baño.
Cruzar la frontera fue lo peor de todo. Primero, tuvimos que esperar horas para que la abrieran. Después nos gritaron e hicieron bajar del bus con nuestras mochilas para irnos caminando. No nos quisieron timbrar por mucho rato, nos empujaron constantemente y esperamos demasiado tiempo con nuestras pertenencias bajo la antipática lluvia de junio. Todo esto, mientras el resto de los pasajeros permanecía en la “comodidad” de sus asientos.
Llegamos a Hanoi después de 30 horas de viaje. Algunos juraban estar resfriados, otros tenían hambre, los franceses tenían sueño, y yo, que me creía inmune, me iba a enterar al día siguiente que un vil mosquito me había infectado con Dengue.
No tuvimos trato VIP, pero lo pasé mejor que en cualquier avión que me hubiera ahorrado 29 horas de locura.