¿Siempre nos quedará París?

 

Quiero seguir pisando cristales. Quiero seguir escribiendo tu nombre en algún candado viejo donde al menos nuestras iniciales resistan el polvo, resistan el tiempo. Quiero seguir confundiendo los números de las calles, la forma de los rostros, el tic tac del reloj en tu bolsillo. Quiero seguir corriendo detrás de París, del París que tú me mostraste, para tener la certeza de que estoy volviendo a casa.

 

Torre Eiffel tras el río Sena

Tras el Sena, la torre

Me pregunté y me pregunté sobre qué podría escribir, sobre qué lugar del mundo les podría contar. La respuesta llegó en un café de la Rue de Vincennes mientras esperaba un capuchino y miraba esos árboles inmensos que a ratos pueblan el centro de una ciudad como París, donde el vientecito del verano se mete debajo de tus ropas con la misma fuerza que te sacude el alma.

“Algún día voy a vivir aquí”, pienso, mientras saco cuidadosamente la libreta de apuntes que hoy por hoy coronan mi presente de mármol, decidida de alguna manera, a narrar por qué París es más que la Torre Eiffel, la Catedral de Notre Dame o el Arco de Triunfo.

Escribo un par de líneas, alcanzo un párrafo y siento que algo, otro tiempo, otro lugar, quieren aparecer debajo de los edificios neoclásicos franceses que me recuerdan que 1920 no está tan lejos de como pensamos.

Calles de París

Callecitas de París

París siempre me recordó a Buenos Aires. París siempre me recordó a Madrid. París siempre me recordó que cada vez que vienes lo descubres con otra piel, con otra voz, con otras historias salpicadas por el amor o el desamor, mientras te pierdes por algunos de esos puentes que se alzan sobre el Sena.

París es un laberinto, lo sé cuando me veo rezándole a la Venus de Milo sin manos que, sin cavilaciones, me obliga a dar una vuelta por los jardines de Luxemburgo.

¿Y la vida? ¿Sigue siendo ese juego de sentidos y emociones? ¿Sigue teniendo el nombre de un universo de palabras rotas, fragmentadas, que te invitan a vivir las cuatro estaciones en un par de horas mientras vas aprendiendo una nueva manera de decir ciertas cosas que se repiten más allá de tu lengua, más allá de los bordes de aquellos palacios de cristal; de aquellas catedrales de papel que rompen el silencio a través de sus grietas?

Tumba de Julio Cortázar

Tumba de Cortázar

Y es que no solo son sus museos o sus callecitas estrechas que siempre esconden un bar de colores o las copas de vino tinto que se le cayeron al mesero mientras brindábamos por la vida y masticábamos, despacito, esos quesos que pediste como si fueran crucigramas. No, no y no. París hay que sentirlo, vivirlo, entenderlo desde el silencio, leerlo desde la otra orilla. Y lo veo y lo percibo y lo reconozco cuando estoy en Montparnasse, frente a la tumba de Cortázar, que mira hacia el horizonte de la Beauvoir, Sartre y Baudelaire, o cuando mis ojos descienden a ese piso gris del metro que me lleva a todas y ninguna parte, mientras el espejo del vagón me devuelve caras pintadas con tiza blanca, negra, azul, amarilla y roja.

Libertad. Ser yo misma. Tener sed de aprender, de crecer, de vivir, mientras me confieso que la Maga siempre fue la sombra de todo lo que amé y Horacio, el infatigable Horacio, un fantasma que poblaba todos los rostros de todos los pasillos de todas las fechas. Porque París va a seguir siendo el Café de La Paz. Porque París va a seguir siendo Salvador Dalí. Porque París va a seguir siendo Montmartre, el barrio Latino, Saint-Germain-des-Prés  y el “Mayo  francés”, pero sobre todo, porque en París voy a seguir recitando los versos de ese poeta peruano que insiste desde el fondo de la tierra que nos digamos adiós un jueves de aguacero.

Lugar:

Francia

Intereses:

Literatura Museos

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