Roadtrip por la costa paulista, parte I
Creo que una de las mejores formas de recorrer y conocer en profundidad una zona extensa es subiéndose a un auto y lanzándose por las carreteras y caminos locales. Si a esa experiencia le agregamos un buen soundtrack y mejor compañía, la sensación de libertad y felicidad es total.
Partí en Sao Paulo porque además de querer conocer esta mega ciudad, me reuní con Gustavo, mi buen amigo local que me inundó de datos claves para moverme y sacarle el máximo a esta ruta mucho más brasileña que internacional. Nos reunimos en el bar que está en la azotea del Hotel Unique, en el barrio de Jardín y, con esas vistas y una extraordinaria caipiroska en la mano me llevé la primera impresión del power brasileño: una ciudad interminable, sobrevolada por helicópteros que surcan el cielo.
Al día siguiente salí temprano a aplanar las calles y descubrir oasis como el Parque Ibirapuera, el Museo de Arte Contemporáneo de Sao Paulo –al nivel de los mejores de Europa– y el barrio de Liberdade, donde está la colonia japonesa más grande de Sudamérica o “japa”, como le llaman los paulistas. Pude entrar a sus típicas tiendas repletas de productos y decorativos asiáticos, y comer deliciosos rolls y sashimis en sus temakerías. Gustavo me contaba que la colonia japonesa local es tan grande que desde chico es muy común tener un amigo asiático, y que a los japa no le gusta que los metan en el mismo saco oriental por tener los ojos rasgados.
Todo esto era impresionante pero, como varios me dijeron, no es Brasil, así que luego de atravesar el incesante tráfico tomé el auto en Conghonas y rápidamente entré a la carretera de los inmigrantes para seguir a la costa por la carretera de alta velocidad. Atrás quedaron los tacos y el ruido de la ciudad, y sentí la sensación de ir a Viña.
Comienza el recorrido
Tras una hora y cuarto llegué a Guarujá, la playa más cercana a Sao Paulo, donde muchos pasan el fin de semana. Luego de comer en el excelente, pero muy caro, restaurant thai a la orilla de la playa, apagué la televisión y me entregué al descanso.
Allí el día parte temprano y no nada hay mejor que comenzar con un buen trote en sus anchas playas bajo un sol que pega con mucha fuerza, y luego agarrar la primera ola de todo el recorrido. La costa paulista es famosa por sus condiciones para el surf y por la gran cantidad de surfistas profesionales que ha visto nacer. Si saliendo del agua agarramos una cerveza helada y un buen plato de camarones para comerlos mirando el mar, seguro que ya “salvamos” el día.
En todo este trayecto es muy importante considerar que el cambio de dólares se hace sólo durante la semana y en los bancos. Para los fines de semana están los cajeros automáticos y los hoteles que en algunos casos pueden ayudar aunque con un tipo de cambio bastante menos atractivo.
Luego de más de una hora de viaje hacia el norte llegué a la playa de Juquehy, para ver los pequeños pueblos donde veranean los locales. Todo es sumamente brasileño y cualquier extranjero se siente como un visitante, lo que lo hace súper entretenido. Si bien Juquehy es la más pequeña y menos glamorosa de todas, se pueden ver las casas frente a la playa y por sus costados los accesos públicos para entrar a la playa, siempre provista de puestos con caipiriña, milho, coco helado y cientos de quitasoles y sillas para proteger a la gente del incesante calor e improvisar una buena conversación grupal.
La temperatura del agua es cálida y la geografía se compone de la llamada “mata atlántica” que son inmensos bosques que caen al mar y además forman grandes islotes en medio de la nada. El ambiente es muy familiar y de relajo total, y en ningún minuto escuché otro idioma que no fuera el portugués; realmente acá el turista es un extraño. El lugar es caro, pero se pueden encontrar restaurantes donde venden comida por kilo y buena comida en la playa.
Camburi, la siguiente playa, es la más glamorosa de todas. Desde el primer momento vi el diseño y buen gusto de sus casas, tiendas, galerías de arte y restaurantes, además de la belleza y buena onda de su gente; todos me sonreían y me preguntaban qué hacía ahí. Al poco rato me enamoré del lugar y me quise quedar, pero como todo viajero de tomo y lomo, debía continuar el descubrimiento.
Caía la tarde pero seguía templado, cuando el solo empezó a bajar. Allí me acordé del dato que me dio Gustavo y rápidamente partí a Toque Toque Pequeño, donde fui espectador en primera fila, y casi sin gente, de una de las puestas de sol más memorable que he tenido la oportunidad de ver.