Reem y ese muro que nos separa


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Mi nueva amiga siria me ayudó a darme cuenta de que la pared ideológica que nos separa del resto del mundo se rompe solamente abriendo la mente, viendo más allá, conversando con gente distinta, entendiendo por qué viven y piensan como lo hacen, y aceptando que aunque todos seamos distintos, podemos entendernos y aceptarnos.

 

La había visto en el hostal y por sus facciones asumí que podía ser turca o israelita. Un día en la noche estaba hablando por teléfono y la escuché decir “habibi” así que supe que hablaba árabe. Eso era todo lo que sabía de Reem hasta el día en que tenía que dejar Boston. Era temprano y yo estaba arreglando mis cosas para salir. Ella me preguntó si sabía cómo llegar a South Station. Le dije que caminando eran menos de 15 minutos y que yo también iba para allá. Yo tenía un solo bulto pero ella estaba medio complicada; andaba con dos maletas medianas, un par de bolsos y varias bolsas más colgando, así que me ofrecí a ayudarla. Resultó ser que además teníamos el mismo tren de vuelta.

En pocos minutos aprendí que Reem era de Siria y que confiaba rápido en la gente. Mientras esperábamos el tren le dije que me iba a comprar una botella de agua y, sin pensarlo, me pasó su tarjeta de crédito para que le comprara una bebida. Cinco dólares los paso, pero mi tarjeta no sé si se la pasaría a alguien que acabo de conocer, así que me cayó bien. Se me habían quedado unos lentes de sol recién comprados en el tren que me llevó a Boston, así que fui a la oficina de cosas perdidas a ver si estaban, y dejé a Reem con mi maleta. Como ella me había pasado su tarjeta –y no cualquiera, una MasterCard Black–, pensé que lo lógico era que le dejara mi maleta. Nunca tan desconfiada. Además, andaba con tantas cosas que no hubiese llegado muy lejos, incluso si me hubiese querido robar.

Damasco, Siria

Damasco, Siria

Quería preguntarle cosas desde que me había dicho que era de Siria; tenía demasiada curiosidad por saber cómo era vivir allá, qué pasa en realidad con el Estado Islámico, si era musulmana, si en vacaciones igual rezaba cinco veces al día en dirección a la Mecca y, si es que su religión era el Islam, por qué se vestía tan normal. Las cuatro horas y media de vuelta a Nueva York se hicieron poco para conversar. Me contó que en realidad con su familia llevaban bastantes años viviendo en los Emiratos Árabes. Que allí había terminado el colegio, ido a la universidad y hecho un máster en negocios internacionales, y que ahora trabajaba en una empresa portuaria.

Su familia se había ido de Siria porque había mejores oportunidades en Dubai. Lógico, si es uno de los países más ricos del mundo, y, aunque suene paradójico, allá podía ser mucho más libre que en su propio país, ahora sitiado por una espantosa guerra civil que tiene a Occidente con los ojos puestos en Medio Oriente, juzgando y culpando la mayoría del tiempo, sin detenerse a pensar en la masacre, el horror y la destrucción a la que el grupo terrorista ha sometido a Siria e Irak durante los últimos siete años, que ha cobrado la vida de miles de civiles y destruido patrimonio histórico de incalculable valor.

Dubai

Reem y su familia se fueron a vivir a Dubai en busca de nuevas oportunidades

Me contó de lo impresionantes que eran los templos de Bel, en Palmira, que ISIS había bombardeado hacía pocas semanas; que en Siria había muchos cristianos; que su familia efectivamente era musulmana, pero que su papá, en un intento de darle una visión más global del mundo, había decidido mandarla a un colegio de monjas, pues no quería que fuera sometida a una educación musulmana tradicional. Ella decía que su papá era un visionario para ser viejo, porque había querido que ella y su hermano fueran libres. Para seguir siéndolo tuvieron que huir de su país.

Como las cosas van cada vez peor por allá, hacía varios años que Reem no visitaba Siria. El tren tenía WiFi, así que me mostró mapas, explicándome cuánto territorio ha sometido ya el Estado Islámico. Me contó que la amiga de una amiga que vivía en Dubai, se había unido al grupo terrorista y se había ido con uno de los insurgentes; me explicó que la “yihad” no es la “guerra santa” ni matar en nombre de Dios, como muchas veces lo simplificamos acá, sino que es una lucha interna que uno tiene cada día consigo mismo para hacer lo correcto, incluso aunque no queramos.

Palmira, Siria

Palmira

 

Reem no usaba abaya –la túnica negra– ni yihab –el pañuelo que le cubre el pelo–; usaba jeans y zapatillas, y le gustaba la ropa, los zapatos y el maquillaje. Después supe que eso era lo que llevaba en todos sus bolsos y maletas. Lo supe porque en el tren me mostró todo lo que había comprado. Mientras yo sufría por el precio del dólar, ella me decía “So cheap, only 200 dollars” por una billetera ínfima. Obvio, Reem ganaba petrodólares, así que su presupuesto era enorme. Había tomado tours todos los días desde Boston y debe haber encontrado súper pintoresco ir caminando al tren. Tampoco era la primera vez que iba a Estados Unidos. Me contó que lo que ella en realidad en esas vacaciones quería era ir a Londres, su ciudad favorita y a la que había ido nueve veces antes, pero que ya no la dejaban entrar. En los últimos años le habían negado una y otra vez la visa de turista para Inglaterra y por eso había decidido cambiar de destino.

También me contó que la habían comprometido una vez para casarse con un musulmán que tenía como hobby cazar animales, y Reem había salido corriendo. Aún así su familia no la desheredó ni la desterró. De hecho, la apoyaban en todo, incluso en que atravesara la mitad del mundo para viajar sola a la cuna del consumo y el libertinaje.

Mujeres musulmanas

Reem no se vestía como las musulmanas que popularmente conocemos

Cuando nos despedimos en Penn Station, me agregó a Facebook y todavía hablamos de repente. Me encantaría que leyera que en verdad su historia de vida me impactó, porque yo no sabía todos los prejuicios que tenía. Jamás me hubiese imaginado que una musulmana de mi edad podía vestirse como quisiera, estudiar, trabajar, agarrar un avión, pagarse un viaje increíble con su propia plata, sin depender de nadie, sin caminar por la calle atrás de un hombre, sin tener que taparse la ropa ni cubrirse el pelo, pero respetando sus tradiciones, su cultura, su fe y, sobre todo, a su familia, y agradeciendo las oportunidades que le habían dado la posibilidad de ser libre.

Al final ese muro ideológico que nos separa del resto del mundo se rompe solamente abriendo la mente, viendo más allá, conversando con gente distinta, entendiendo por qué viven y piensan como lo hacen, y aceptando que aunque todos seamos distintos, podemos entendernos y aceptarnos.

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