Phnom Penh: el cielo empieza más allá de la vida

 

A veces es bueno reflejar la propia historia de uno en los ojos de alguien que apenas conocemos para entender que todos estamos aquí para luchar por hacer del presente un lugar inolvidable.

 

Palacio Real de Phnom Penh en Camboya

Palacio Real

Hablar de Mao es hablar de la historia de Camboya; hablar de Mao es hablar de Phnom Penh, los tuk tuk y esos treinta y siete grados a la sombra que no hacen mella a las sonrisas infinitas que se esconden debajo de esa piel morena.

Hablar de Mao es hablar de la dictadura de Pol Pot, sus tres millones de víctimas, los killing fields (“campos de la muerte”) y el mar que se confunde con la tierra, con el verde (no existe otro color para definir Camboya), sus hombres dormidos  y las bocinas que no dejan de sonar. Hablar de Mao es hablar de religión, de Buda, de templos en lo alto de una montaña. Hablar de Mao es también  hablar un poco de mí.

Después de vivir la experiencia de viajar a Bangkok, me embarqué rumbo a Phnom Penh («La Perla de Asia”). Sabía de su historia reciente, manchada de sangre, pero no fue hasta el día que pisé sus memoriales, cuando pude empezar a dimensionar cuánto quedaría en mí el sufrimiento de ese pueblo azotado por un infierno que ya no existe, que ya no es, pero que marcó a toda su gente durante largas décadas.

Guía turístico en Phnom Penh

Mao

Mi conexión con la ciudad fue inmediata: la humildad de las personas, así como su autenticidad, me parecían un regalo. De alguna manera me hacían mirar la vida desde otro cielo, desde otra orilla. Es lo que tiene este continente ancestral: sin pedirte permiso te obliga a repensar el sentido de la existencia, la felicidad, el cómo soy mejor persona o de qué manera puedo ayudar a los demás en este siglo, el XXI, que intenta casi todos los días barrer rápidamente todo aquello que nos importa.

Pero volvamos a la historia. Ese día, el día que conocí a Mao, fue domingo y como buen domingo me perdí por el Mercado Central y seguí camino abajo. No era difícil entrar en esos laberintos, cruzar esquinas, meterse en callejoncitos, parar en un café, quedarse pegada mirando a los niños que decían “hello, hello”, mientras sus regordetas manos se movían de un lado a otro queriendo alcanzarte. Y el encuentro. Exactamente fuera del Palacio Real, a muy pocos metros, en uno de esos instantes en que la vida te sacude y te regala maravillosas casualidades, tropecé con Mao quien abrió el diálogo con una sola pregunta:

– ¿Quieres visitarlo?

– Por supuesto– le respondí.

– Pero está cerrado– me contestó automáticamente–. Tienes que esperar hasta las dos de la tarde.

Niño en Camboya

Roy, el hijo de Mao

Mao, ese joven camboyano que se debatía frente a mi sombra, había estudiado Ciencias Económicas, tenía la experiencia de haber vivido en Estados Unidos y trabajaba como ingeniero para una empresa; sin embargo, en sus ratos libres, los fines de semana, tenía un tuk tuk donde paseaba a los viajeros como yo. Reconozco que no me gusta tomar tours, salvo que sea estrictamente necesario, de lo contrario prefiero perderme e investigar el lugar al que llego por mi cuenta; sin embargo, ir de la mano de Mao no me parecía un error: en Phnom Penh las distancias son largas y mi nuevo amigo me ofrecía llevarme a lugares increíbles por un precio absolutamente razonable para los dos. Fueron ocho horas inolvidables que quise repetir. ¿Por qué? Por las palabras que me regaló, sus confesiones, su inteligencia, su sensibilidad, su manera de ver la vida.

Mao es la historia de Camboya porque perdió gran parte de su familia bajo la dictadura. Mao es la historia de Camboya porque en su sonrisa se refleja ese presente que parece estar demasiado quieto. Mao es la historia de Camboya porque es auténtico y no intenta venderme simulacros.

Terminal de buses

En el terminal, lista para Siem Reap

Al día siguiente, y en compañía de su pequeño hijo Roy, nos internamos aún más lejos. Recorrimos templos, subimos a la montaña, disfrutamos de las palabras y el silencio y la vida que se desprendía de cada murmullo de hoja mientras nos íbamos contando nuestras vidas (tan diferentes y tan parecidas), nuestros dolores, nuestros pasajes más íntimos.

Las emociones no terminan aquí: la última vez que nos vimos (el tercer día según el calendario) me fue a buscar al hotel y me llevó a la estación de autobuses porque yo había comprado un boleto para internarme en Siem Reap. Al momento de bajar, con mi mochila de nueve kilos a cuestas y dispuesta a darle lo que él me dijera, fui testigo de cómo salían de su boca cinco palabras: págame lo que tú quieras.

Hay historias que solo pueden pasar una vez, que son irrepetibles, mágicas y simbólicas. Esta fue la mía. Agradezco a la vida haberme encontrado con él; haberme encontrado con él para siempre.

Lugar:

Camboya

Intereses:

Gente Historia Mercados

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