Nueva York en febrero: de luces, sombras y fríos polares


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Ir a Nueva York es perder un avión porque quizás no te querías ir. Es llegar al piso 86 del Empire State e imaginar que puedes tocar el mundo con tus dedos. Ir a Nueva York es un regreso a la vida, al tiempo vestido de tiempo, a las nubes del invierno.

 

Por causas y azares, durante febrero viajé de vacaciones a Nueva York, ciudad donde supe que -20°C siempre pueden ser demasiado cuando lo que pretendes es conocer un lugar y a su gente. No estoy exagerando: me tocó la semana más fría del año.

Me fui sola, pero mi viaje, como suele suceder en estos casos, no fue una experiencia en soledad. Apenas llegué al aeropuerto JFK entablé amistad con dos chilenos y un argentino que se habían subido al mismo transfer que yo, que también andaban solos. El trayecto, de 45 minutos, nos permitió conocernos un poquito y saber lo que cada uno venía a hacer en casi diez días.

Montserrat en el Central Park

En el Central Park

“¿Por qué no intercambiamos números de teléfonos y salimos a recorrer Nueva York juntos?”, les propuse. Así, sin darme cuenta, armamos un grupo inolvidable que fue creciendo a medida que transcurrían los días y se sumaban otros chilenos (también una japonesa), a los que les íbamos diciendo hola y adiós en bares y cafés de una ciudad que dicen no duerme.

¿Es una locura viajar a Nueva York en febrero, en pleno invierno, cuando el Central Park se asoma por tu ventana mostrando todo el peso de la vida en blanco? ¿Cómo salías del hotel con ese frío, con esa nieve, con esas gotitas que resbalaban en tu frente y te hacían añorar los días de verano? Sin duda se puede y tiene un encanto que recomendaría a todos los que quieren hacerlo.

Me fui a un hostal en el Upper West Side, un elegante barrio del distrito de Manhattan, ubicado al lado de Columbus Circle (plaza bautizada en honor a Cristóbal Colón) y a solo unas pocas cuadras de todo lo que hay que ver la primera vez que uno viaja a la Gran Manzana (elección que considero excepcional pues estás cerca de todo, pero no en el barullo que supone quedarse en Times Square que, reconozco, no me fascinó. Quizás porque si pensamos que las ciudades se asemejan a las personas, el epicentro de NY es como ese señor exitista que solo pretende mostrar y mostrar aquello que tiene –la metáfora del pavo real-).

Monsterrat en el Puente de Brooklyn

En el Puente de Brooklyn

Por eso, distanciándome del cliché que suponen los carteles luminosos, las mujeres en ropa interior que muestra la publicidad y las luces que destacan la película de moda (como una copia infinitamente mayor de Callao con La Gran Vía madrileña), confieso que vivir la ciudad es para mí ir cantando a todo pulmón, por más frío que hiciera, New York, New York, mientras piensas en Frank Sinatra; es poder darle un pedacito de una manzana cortada (que me regaló un español y una mexicana) a las ardillas del Central Park, es cruzar lentamente el Puente de Brooklyn y maravillarte con sus paisajes y los viajeros en tránsito cuyas voces y acentos, de quién sabe dónde, se confunden en metros y metros que parece que terminan más allá de donde empieza el otro lado de la vida.

Ir a Nueva York es perderte en el metro y bajarte en una estación equivocada, es esperar un tren durante una hora a las tres de la mañana, es caminar y caminar por las calles del Greenwich Village buscando un bar donde una amiga te dijo que había un concierto inolvidable. Es subirse a un ferry que te lleva hasta la Estatua de la Libertad y sentir la emoción de estar ahí aunque el viento te golpee el rostro.

Ir a Nueva York es comer un exquisito plato vietnamita en Chinatown acompañado de un vino tinto que todavía puedes sentir si juntas los labios y cierras los ojos; es el jazz, estanterías que destacan por “un libro, un dólar” y un hombre que se detiene con -18°C a mirar su celular para ver un mapa, intentar explicarte cómo llegas a la calle que buscas y preguntarte de dónde eres.

Vista desde el piso 86 desde el Empire State

La vista desde el piso 86 del Empire State

Ir a Nueva York es subirse a uno de esos taxis amarillos y sentir que eres protagonista de algo que solamente tú sabes dónde termina; es disfrutar de las pastas de tu abuela italiana en Little Italy donde un amable mesero chileno que vive hace 12 años allí te atiende como si fueran grandes amigos y te regala una jarra de sangría y tantas otras cosas mientras dice que todo “corre por cuenta de la casa”. Y te acuerdas. Te acuerdas que cuando lo viste sonreír pensaste que esa era la nostalgia del alma por un país que está tan lejos, en el sur del mundo, y que extraña como tú lo has extrañado en este año y medio que llevas viviendo fuera de él.

Nueva York son sus cafés, los árboles y las hojas en el suelo; Nueva York es disfrutar el día de los enamorados, ese 14 de febrero de 2015 que caminaste sola, mientras escuchabas a un hombre que cantaba Always on my mind. Ir a Nueva York es encerrarte en tres de los museos más increíbles del mundo (el MoMA, el de Historia Natural y el Metropolitan) para capear el frío, la nieve y el viento. Ir a Nueva York es emocionarte contemplando el monumento que se hizo como homenaje a las víctimas de los atentados terroristas del 11 de septiembre. Ir a Nueva York  es recordar y recordar esa estatua que conoces de memoria, la de Antonio Canova, y que viste por primera vez en el Museo del Louvre. Ir a Nueva York es pensar que todo se resume en esa escultura. El beso. Cupido y psique.

Panorámica de una presentación de El Fantasma de la Ópera

El Fantasma de la Ópera en Broadway

Ir a Nueva York es pensar en esos amores del pasado, en esos amores del presente con olor a poesía. A los hombres que amaste y a los que no supiste amar porque había que aprender primero tantas otras cosas. Ir a Nueva York es recordar los laberintos que tanto te gustan, el ojo en el calendario y un febrero que hace crujir los hielos.

Ir a Nueva York es ver El Fantasma de la Ópera en Broadway y sentir que dos lágrimas caen por tu mejilla. Ir a Nueva York es perder un avión porque quizás no te querías ir. Ir a Nueva York es llegar al piso 86 del Empire State e imaginar que puedes tocar el mundo con tus dedos. Ir a Nueva York es el tic tac del reloj mientras tus ojos se detienen en el río Hudson. Ir a Nueva York es disfrutar una vez más ese cuadro, el de Dalí, que viste en la Galería de Arte de Praga, saber que se llama La Persistencia de la Memoria y recordar que esas dos palabras siempre te gustaron mucho. Ir a Nueva York es un regreso a la vida, al tiempo vestido de tiempo, a las nubes del invierno.

Prométeme que vas a volver a Nueva York. Prométeme que vas a volver en primavera.

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