No hablemos de guerra: hablemos de El Líbano
Aún nadie se ha encargado de mostrar a El Líbano más allá de la guerra. Una y otra vez he estado en el país y puedo decirlo con certeza: ¡vale la pena hacer el esfuerzo por conocerlo!
¿Qué pasa cuando te enamoras perdidamente de un país de esos que cada cierto tiempo aparecen en las noticias, y not for the best reasons? ¿Cuando sólo quieres convencerlos a todos para que vayan, pero no te atreves porque las fronteras son de dudosa seguridad? Pues escribes sobre lo maravilloso que es y esperas al menos sembrar un germen de curiosidad que ojalá brote cuando las condiciones de viaje mejoren.
Y es que hay países por los que vale la pena hacer el esfuerzo por su belleza, su gente, su cultura, su comida (oh my God, glorious food)… todo. Hay países que cautivan, que te incitan a volver constantemente, haciéndote olvidar por un momento su frágil situación. Hay países que uno lleva en la piel y que afloran constantemente, llenándote de nostalgia. Mi amado Líbano es uno de esos países.
No debo haber tenido más de tres años la primera vez que fui, pero desde entonces he regresado varias veces e incluso viví ahí al principio de los noventa. De esos años recuerdo el maravilloso palacio otomano de Beiteddine, los recorridos por las montañas entre cuyos flancos se escondían olvidados monasterios maronitas, los juegos de nieve a los pies de los magníficos cedros y los innumerables roadtrips que hacíamos por la región. Recuerdo el olor a flor de naranjo, el sonido del dabke (baile típico de la zona) y el sabor de mi plato favorito hasta el día de hoy, el Kousa Mahshi.
De adulta, y ya con más consciencia de mi necesidad por explorar, me volví a maravillar con todo lo que el Líbano tenía que ofrecer. La perla de Medio Oriente le solían decir, y con justa razón. Fenicios, griegos, romanos y otomanos han dejado su huella en este diminuto país del levante y sus ricos legados persisten en cada rincón del país.
Al Líbano le echo la culpa de que por varios años deseé ser arqueóloga. Cómo no hacerlo si cada vez que se iniciaba una construcción aparecía debajo del sitio un vestigio de alguna cultura milenaria. Hay casas, templos, baños e hipódromos esparcidos por todo el territorio, listos para encantar a los intrépidos exploradores.
Entre lo más impresionante, la abrumadora Baalbek : un antiguo templo greco-romano y uno de los más grandes santuarios que existieron en el Imperio Latino. No sabría exactamente cómo explicar lo que sentí el día que pisé por primera vez el templo. Estaba casi vacío, cubierto de nieve y se extendía por kilómetros. Me sentí absurdamente pequeña frente a esos pilares que parecían tocar el cielo, reconstruyendo en mi mente cada uno de los templos menores que se encontraban en el recinto. No es algo difícil de hacer ya que fácilmente se pueden ver mosaicos, pinturas y otros detalles que permiten imaginar su glorioso pasado. Suena a quimera pero les prometo que si escuchan, cada piedra les contará su historia.
También existen lugares como las cuevas subterráneas de Jeita, que son a la naturaleza lo que es Baalbek a la mano humana. Hay magia en esas formaciones rocosas, magia que para mi gran frustración no me dejaron captar con mi cámara debido a que el flash hace daño a la piedra. Pero mejor, pues así uno se deja hechizar por cada rincón sin distracción.
Y hechizada termino cada vez que vuelvo al Líbano. Sea mirando al Mediterráneo, caminando por la multifacética Beirut o descubriendo algún pueblo donde el tiempo parece haber parado.
Seguramente el Líbano nunca aparecerá como destino favorito del turista cauto, pero estoy convencida que recompensará con creces al viajero que se atreva a soñar con conocer sus tierras.
Y yo, ya estoy planificando mi próxima visita.