Los ojos de Laos


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Esta historia termina bien y eso siempre es bueno contarlo primero, antes de todo, antes de continuar un cuento que parece no se sabe muy bien a dónde nos va llevar.

 

Eran las vacaciones de verano de dos mil quince y después de terminar mi máster, decidí viajar y perderme y volver a viajar por el Sudeste Asiático. Once países fueron mi saldo. Once países que dejaron mi mochila, mis recuerdos y mi corazón lleno de rostros, colores y significados. Este episodio, el que les quiero narrar, sucedió en Laos, ese país de casi siete millones de habitantes, que fue colonia francesa, que no tiene salida al mar y cuya religión mayoritaria es la budista.

Hasta ese momento era el séptimo país que visitaba de ese ancestral continente y, si bien quedaba mucho por recorrer aún, empezaba a sentir el cansancio, sobre todo porque el último mes lo había visto transcurrir en Vietnam, un territorio que se convirtió, gracias a una moto, tres amigos y varios boletos de bus, en uno de mis lugares en el mundo. No era difícil: había recorrido ocho ciudades desde Hồ Chí Minh hasta Hanói y tenía la sensación, la extraña sensación, de que la vida era un universo inquietante de posibilidades, de poesía, de metáforas. Por eso, al llegar a Laos, supe que estaba triste, que extrañaba a mis compañeros y que esas emociones habían quedado muy atrás, que tenía que reciclarlas y ser consciente de que estaba otra vez sola.

Laos

En mi recorrido por el Sudeste Asiático, Laos era el séptimo país que visitaba

Por lógica, por distancia, decidí que lo mejor era viajar a Vientián, capital de Laos, y desde ahí seguir hasta Luang Prabang, que me parecía, al menos por lo que había leído, por lo que me habían contado, otro lugar mágico.

Recuerdo que llegué de noche (últimamente se me hace costumbre aterrizar en los países después de que el sol se pone y no sé si eso es una coincidencia o no, pero sí tengo claro que muchas veces las historias tienen un origen en lo oscuro, en lo lejano). Recuerdo que no entendía muy bien dónde estaba. Tampoco el humor de la gente.  Me costaba tomarle el pulso a lo que veía porque todo me parecía diferente. Ya había estado en Tailandia, Camboya, Singapur, Malasia, Indonesia y de alguna manera sentía que podía reconocer ciertos aspectos magistrales del continente. ¡Cuánto me equivocaba! En Laos todo era distinto porque la personalidad de sus ciudadanos es también hermética, secreta, distante. Te miran y no quieren acercarse. Te miran y a veces tú sientes que te tienen miedo. Te miran y no sabes lo que va a pasar. Te miran y a veces piensas que no tienen sonrisas. Que tienen el peso de la nostalgia sobre sus hombros. Que tienen el peso de la guerra y de la pobreza y del abuso en sus manos. Que tienen el peso de lo incierto, de aquello que no llega nunca.

Elefante en Laos

Laos, el reino del millón de elefantes

Pero yo estaba ahí, de noche, despierta. Con mucho calor, con mucha curiosidad por descubrir por qué estaba allí.  Dejé rápidamente las cosas en mi hotel y caminé sin rumbo. Llegué a una especie de boulevard, me senté a escuchar música, tomé una copa de vino blanco y me dejé llevar por los sonidos que venían de una guitarra, por el timbre de una voz femenina que cantaba en su propia lengua. Sí, tenía sueño y estaba feliz, con una paz interior que me hablaba y me susurraba y me dictaba que estaba lejos de todo. Que estaba también muy sola y que el mundo seguía ahí, vivo, frente a mis ojos, frente a sus ojos.

En la mañana, después de un contundente desayuno, decidí recorrer un poco más la ciudad. Sabía de sus templos, del río Mekong y de sus atardeceres. Quería sacar fotos, conversar con la gente de esta tierra, perderme en los mercados, sentarme a mirar desde un café, desde el rincón de un parque. Escribir.

Me acuerdo que a cada paso me tropezaba con un monumento, con hombres y mujeres que querían sacarme una foto e incluso estuve sentada durante más de treinta minutos con un grupo de jóvenes que me entrevistaron para una tarea de la universidad. Laos era especial, era diferente, era muy francés desde cierto punto de vista y con una heterogeneidad cultural que desembocaba en más preguntas que respuestas. Y entonces, dentro de todo este orden ficticio, la historia detrás de la historia.

Pha That Luang, Vientiane, Laos

A cada paso me tropezaba con un nuevo monumento

De la nada, como quien interrumpe el tiempo,  se me acercó una anciana que vivía en Londres hace treinta años. Estaba de paso, igual que yo, porque venía al matrimonio de uno de sus sobrinos. Según ella no tenía nada más que hacer en ese rato y se ofreció, mientras me hablaba y me hablaba de su vida, de su viudez, de su matrimonio con un médico inglés y de su trabajo como enfermera, a acompañarme durante algunas horas. No tuve problemas, por supuesto que no. Estuvimos prácticamente todo el día juntas. Recorrimos templos, nos subimos y nos bajamos de buses eternos, caminamos entre los budas de ese parque que comienza a veinticinco kilómetros de la capital y descansamos bajo la sombra de árboles gigantes. Fue en ese momento cuando empezó a insistir en que su familia quería conocerme. Que por favor fuera con ellos a comer. Lo pensé un poco y creí que sería una buena experiencia internarme en el mundo Lao y conocer más sobre su cultura y sus gestos y su gastronomía. Partimos otra vez. No sabía con qué me iba a encontrar y eso, en los viajes, siempre puede ser emocionante. Finalmente, y después de cuarenta minutos arriba de una carreta agonizante, llegamos a una casa larga y angosta, con un pasillo eterno. Allí estaban todos esperándome. Me acuerdo de la mesa y de algunos platos como el tam mak hung, ping kai y el inolvidable nem. Me acuerdo de sus salsas agridulces. Me acuerdo de junio. Me acuerdo del verano. ¿Y yo? Estaba contenta, con un montón de preguntas atravesadas en la garganta, pensando si esto que me pasaba era o no común. No tenía cómo volver al hotel, sabía que estaba muy lejos y que quizás había tenido demasiada confianza en la historia de Lisa (así se llamaba mi nueva amiga), pero tenía algo que me hacía sentir en paz: esa extraña sensación que siempre me acompaña y es que las cosas solo pueden salir mejor. Incluso en los momentos de más adversidad, de penas o de tristeza profunda hay una fe eterna en mí por el futuro. Podrá ser optimismo genético. Yo creo que es la alegría del ateo. La esperanza real de que existe un sentido dentro de todo este sinsentido que es a veces el mundo.

Pero de vuelta a la realidad, había dos ojos que no dejaban de mirarme. No podía hacerme la tonta. Su mirada era fija y se posaba justamente en mis pupilas. Era el hombre, el único hombre que había en la casa, y que por alguna razón no dejó nunca de observar mis movimientos. Su tez era morena, sus ojos medio amarillos y su inglés imperfecto, pero podía comunicarse y expresarse y reírse, aunque yo sintiera que había poca inocencia en esos ruidos, poca autenticidad en las preguntas que me hacía.

Laos

A pesar de lo maravilloso que es el país, su gente es hermética, secreta y distante

De repente, cuando todavía estábamos comiendo, me dijo: “Chilena, puedes acompañarme a la otra habitación, por favor”.

Mi nerviosismo era evidente. “¿Yo?”, pregunté. “Sí, tú”, respondió. Me demoré un poco en levantarme de la silla. No sabía si tenía que ir, tampoco podía escapar.

Todavía siento mis pasos lentos arrastrándose por el pasillo de esa casa que me parecía no tenía final. Miles de preguntas asaltaban mis pensamientos: ¿para qué fui? ¿Y si me pasa algo? ¿Qué van a decir mis papás? ¿Y si me mata? Recorrí todos los escenarios posibles hasta que llegamos a un cuarto. Allí me hizo sentarme y cerró la puerta.

Me acuerdo de tener las manos muy juntas, estar frente a frente y percatarme de que solo estábamos separados por una delgada mesa. Acto seguido empezó a hacer trucos y trucos de magia. Era increíble. Creo que jamás había visto a un jugador tan bueno y, sin embargo, todavía no tenía claro qué me quería demostrar. Finalmente dejó las cartas de lado y habló:

Tú eres artista, yo soy artista. Tú eres escritora y yo soy dealer de casinos de juegos. ¿Cuál es la diferencia? Tú haces arte con las palabras, yo con las cartas. Ambos jugamos con realidades; ambos inventamos el mundo. Pero, ¿sabes? Yo soy negro, tú eres blanca. A mí me discriminan, a ti no. Yo te necesito. Nos podemos hacer ricos. Cincuenta y cincuenta para cada uno. Necesito entrar al mercado europeo y tú puedes ayudarme con eso.

Me sentía adentro de una película. Al fin del mundo. Lejos de mi familia, de mis amigos. Allí no tenía nombre y a nadie le importaba qué podía pasar conmigo. Quería escaparme de ahí y no volver a verlo. Su tono era fuerte, un poco agresivo. Yo estaba asustada.

Buda reclinado, Laos

Junto al Buda reclinado

Me dictaba números, me nombraba lugares y países, chapas de personas que nos podían ayudar a los dos. Millones y millones, una vida de lujo, susurraba su voz a pocos metros de mí. Yo estaba casi temblando. Él hablaba rápido y acelerado. Era enérgico.  Insistí que no tenía dinero, que no podía ayudarlo. Que mi mundo era otro y que tenía que volver al hotel porque “mis amigos” (que nunca tuve en Laos), se iban a preocupar. Que le agradecía pensar en mí, pero no me interesaba ese mercado ni ese rubro. Él continuaba diciendo que él hacía todas esas cosas por pasión. Que era como la literatura. Que éramos iguales.

Finalmente se dio cuenta de que no iba a conseguir nada, de que yo estaba muy firme en lo que pensaba, y dejó que me fuera. Quería salir corriendo de esa casa porque ya todo me parecía raro, ya no creía en las historias de la anciana, tampoco la cordialidad en que me habían envuelto y que ahora parecía inventada.

Cuando pensé que estaba libre, el hombre, el de los ojos amarillos, me dijo que él se hacía cargo de llevarme de vuelta porque estábamos muy lejos del centro de la ciudad. No tuve opción y medio obligada me subí a su moto. Recorrimos aproximadamente veinte minutos que para mí fueron eternos hasta que se paró en un lugar donde había otros dos hombres. Me pidió que lo esperara porque negociaría mi viaje hasta el hotel. Finalmente se acercó y con esos dientes enormes que bailaban en su boca, pronunció apuntando a otro de los muchachos: “El te va a llevar a tu destino”. Fue entonces cuando nos despedimos, nos dimos la mano e incluso nos sacamos una foto. Para el recuerdo, al menos, pensé yo. En el camino de regreso no podía dejar de pensar en todo lo que había pasado, en todo lo que había aprendido y en ese misterio que es a veces nuestra existencia, en las máscaras que usamos y en las posibilidades que se abren y se cierran muy lejos de nuestros orígenes cuando no tenemos cómo mirarnos en el espejo.

Lugar:

Laos

Intereses:

Gente Historia

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