La inagotable capacidad de asombro y los viajes


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El otro día me dijeron esto: “me da miedo viajar como tú y dejar de sorprenderme con las cosas que veo”.

flamenco laguna chaxa.

Flamenco laguna Chaxa

Me quedé pensando en que la capacidad de sorprenderte con el mundo no tiene relación con la cantidad de viajes acumulados; es una actitud que uno va adoptando. En alguna parte leí que perder la capacidad de asombro era como vivir anestesiado y lo encontré muy cierto: hay tanta gente que vive así todos los días, con o sin viajes, personas que pasan no más por la vida, sin mirar alrededor, sin fijarse en el resto y que van a ser así donde vayan.

Esto no quiere decir que a uno le vayan a gustar todos los lugares que conoce, por eso también es importante sorprenderse de lo malo y sacar algo de eso; de la pobreza, de la destrucción, la masacre, la injusticia, la guerra y el sacrificio de la gente. Eso también abre los ojos. Viajando por Asia me di cuenta de que a pesar de que muchas veces hay condiciones de vida precarias, la gente no se queda sentada esperando que la vida pase. En meses no vi a nadie pidiendo plata en la calle, toda la gente se saca la cresta trabajando, hombres, mujeres, viejos y jóvenes, venden lo que tengan para subsistir. Y eso fue de las cosas que más me impresionaron en ese viaje. Eso y que, a pesar de todo, la gente igual puede ser feliz.

La puerta del conocimiento

Aristóteles dice en su Metafísica que todas las preguntas acerca del sentido de la vida provienen de la capacidad única que tiene el ser humano de asombrarse, porque el asombro es la puerta del conocimiento. Y hay demasiado con lo que uno puede sorprenderse si quiere; subir a la base de las Torres del Paine de noche y verlas naranjas al amanecer, contemplar la inmensidad del mar, perderte entre la gente que cruza la calle en Shibuya, pararte al frente de la Sagrada Familia de noche y verla así, enorme e iluminada, hacerte miles de preguntas de la cultura Rapa Nui, maravillarte con los colores del desierto, con las flores de loto y ver que algo tan lindo puede salir del barro, doblar en una esquina de París y ver a lo lejos la Torre Eiffel, pararte al frente de un glaciar y escuchar el estruendoso ruido de los témpanos cayendo, recorrer el High Line de Manhattan, el mejor ejemplo de cómo algo feo puede transformarse en algo lindo, ir caminando por un bosque y encontrarte con un huemul, quedar empapada en un zodiac que se mete adentro de las Cataratas de Iguazú, bañarte en la playa más linda del mundo…

Llegando a Whitsunday Islands, Queensland.

Llegando a Whitsunday Islands, Queensland.

Para mí el único obstáculo ante las infinitas posibilidades de apreciar el mundo es la indolencia y eso también lo he visto viajando. Hay gente que no se conmueve con nada. Hace poco fui a Nueva York y me paré en la zona cero, donde casi 3 mil personas murieron el 11 de septiembre del 2001, en un atentado que toda nuestra generación vio en vivo por televisión, y lo que vi fue a personas sacándose selfies en un lugar para el que muchos familiares no es otra cosa que un cementerio. Eso es indolencia, eso es que las cosas no te lleguen. No me da miedo perder la capacidad de asombro. Lo peor sería volverme una de esas personas.

El otro día fui a un recorrido por la Recoleta Domínica, un rincón de Santiago que no conocía, un centro patrimonial increíble con un museo, una biblioteca con libros del 1500 y una iglesia que no tiene nada que envidiarle a las de Europa, construido por la orden de Santo Domingo en 1800. Conociendo un poco de la orden, me enteré de que uno de sus pilares más importantes es la contemplación; observar la realidad y reflexionar de eso. Creo que mientras no perdamos eso, estamos bien.

Y no es tan difícil ni necesario ir muy lejos para contemplar. Después de haber viajado harto, el lugar que nunca me deja de sorprender, que no me canso de mirar y el país más lindo que conozco, sigue siendo Chile. La cosa es abrir los ojos.

Saliendo del metro Londres.

Saliendo del metro Londres.

 

 

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