La estación de las mil y un miradas tristes
Las estaciones de trenes son la puerta de entrada al fascinante mundo de la India. Son también el escenario de un choque cultural y de túneles hacia el lado más cruento de este país. Allí, en medio de rieles, plataformas y vagones, florecen intensa e inevitablemente nuestros sentidos y emociones, en lo que es, sin dudas, la esencia de un viajero.
La India. Tierra de múltiples colores, de aromas penetrantes, de emociones salvajes, de miradas desesperanzadas. Aquí, casi como en ningún otro sitio, te sugiero liberes tus sentidos y emociones. Llora si ves una escena de dolor que te conmueve. Ríe si es que algo te causa gracia. Emociónate cuando oigas el poderoso sonido del claxon del tren que se aproxima a la estación.
Una tras otra, enormes locomotoras viejas y sus vagones azules ingresan hacia la zona de andenes de la ocupada estación de Gorakhpur, puerta de entrada a la red ferroviaria india, si es que vienes viajando desde Nepal por tierra. Apenas se ven venir los trenes pues ya cayó la noche, y una leve neblina se confunde con el polvo que flota en el aire. Hay muchísima gente. Cientos, tal vez miles. El ambiente humano me es desolador: familias completas, niños incluidos, yacen en el suelo helado. Se cubren con gruesas mantas mientras se abrazan y apoyan sus cabezas en bolsos y mochilas. Sobreviven, o al menos intentan hacerlo. Ni siquiera tienen la fuerza necesaria para mendigar unos céntimos. Quienes transitan por los andenes y pasillos los esquivan. Son mundos opuestos.
Es difícil saber desde dónde vienen los trenes y hacia dónde se dirigen. A pesar de ser una red ferroviaria que quedó como herencia de la época colonial británica, las máquinas están descuidadas y la información que se entrega por altoparlantes es casi imperceptible. Fuerte es mi impresión cuando un grupo bastante abundante de hombres y mujeres se agolpa a la espera de la llegada de un vagón de segunda clase sin reserva, la más caótica y temible de las clases a las que un viajero puede acceder. Hace, finalmente, su entrada el tren y la gente se cuelga de él antes de que se detenga. Se empujan, golpean, gritan. Todos quieren subir, incluso antes de que bajen quienes vienen llegando. El caos es brutal. Observo perplejo la situación. Pero ya me enteré de que la lucha en el interior por sentarse será a muerte. Quienes no lo logren dormirán en los pasillos debajo de sucios ventiladores o al costado de baños pestilentes.
Desde otro vagón un hombre de unos cincuenta años es bajado a la fuerza por la policía tras ser acusado de estar completamente borracho y causar desórdenes. Los uniformados no tienen piedad. Lo arrastran hasta el andén y lo dejan tirado, cual estropajo. Nadie viene por él. Tras esa situación, un joven baja del mismo carro. Le faltan las piernas. Se arrastra como puede hasta el suelo. Se queda inmóvil un buen rato. Observa. Tan sólo observa. Es otro “fantasma” más en la estación. Las emociones, mientras, me han golpeado fuerte durante los minutos que aguardo mi tren junto a mi mochila.
Hacia otra dirección veo caminar por las vías unas mujeres descalzas vestidas con saris, quienes sin rumbo alguno recogen basura sin importar que sus vidas se encuentren en peligro.
Cuando son las once de la noche, logro dar con mi tren y vagón. ¡Por fin, tras estar atrasado hora y media! El ambiente al interior de los vagones no es mejor. Al contrario, resulta ser una prolongación de lo que se ve en el mundo exterior. Cada compartimento cuenta con ventanas con barrotes que la hacen similar a una celda. Entonces me pregunto ¿quiénes son prisioneros de la miseria? ¿Los que van dentro o los que miran desde fuera? Ambos, tal vez, víctimas de una sociedad cruel en un país tan masivamente poblado. La cabina huele a orina, a humedad, a fritura. No hay más turistas en el vagón. Las miradas son tristes en su gran mayoría. La luz es tenue. Se escuchan cuchicheos al mismo tiempo que vendedores ambulantes intentan vender Chai, el té más popular y delicioso de India. “¡Chai, chai, chai!”, canta un hombre de voz aguda. En seguida, niños huérfanos y un par de personas con discapacidad se acercan a pedir dinero o comida. Son insistentes. Se quedan allí hasta que les des lo que buscan.
No pasa mucho tiempo hasta que el tren inicia su lenta marcha hacia la ciudad de Varanasi. Intento conciliar el sueño. Pero ya he comprendido a la fuerza que India es tierra de contrastes. “¡Maldito tren de mala muerte!”, pienso inicialmente muy dentro de mí. Bendito viaje que me haces valorar, con más fuerza que nunca, esta experiencia magnífica que recién comienza.