Praga: la bohemia en el corazón

 

Hay quienes dicen que Praga es una postal. Probablemente una que está en movimiento, que tiene peldaños, laberintos, museos y galerías de arte que te ofrecen a Dalí, Mucha y Warhol. Porque en Praga está el pasado y el futuro. Los siempres y los jamases. La vida, las despedidas y el amor.

 

¿Vámonos a vivir a Praga?”, me preguntó él.

Vámonos”.

Esas fueron sus palabras. Abrí los ojos. Era otro más de esos sueños que tengo cuando estoy dormida. Ahí, en mi habitación en el barrio madrileño de Ópera, todo seguía más o menos igual, pero algo dentro de mí nacía con esa imagen, con esos ojos verdes y esa mirada que siempre parece saberlo todo. Esa era la felicidad. O al menos tenía que serlo. Por eso, después de contarle, me dijo: “Vámonos. Hace años que quería conocer Praga”.

Montserrat en Praga con el Charles Bridges de fondo

En Praga con el Charles Bridge de fondo

Joaquín Sabina ya lo había anticipado, había que ir a la ciudad de Kafka a romper una canción y eso de alguna manera lo sabíamos hace tiempo. Antes de mi vida en Europa, antes de él… incluso antes de ese sueño que soñé.

Tiempo después, en noviembre de 2014, ese viaje se hizo realidad; 15 días después del sueño. Suelo ser muy matea cuando se trata de viajes, sobre todo porque no me quiero perder ciertos lugares, pero estaba en una época de entregas para el máster y me quedaba poco tiempo para investigar, así que sin darme cuenta, ya estaba volando desde Madrid hasta la que entonces fuera capital del Reino de Bohemia. Todo fue relativamente fácil.

En el avión me hice amiga de un ingeniero indio que vivía hace algunos años en San Francisco, con el que nos fuimos conversando durante las casi tres horas que duró el viaje, contándonos la vida o lo que uno quiere contar de su historia. Después, sin pensarlo mucho, y por unos siete euros, nos subimos a uno de esos buses que esperan al recién llegado a las salida del aeropuerto y que te dejan en el centro mismo. Mi hotel estaba a cinco minutos de allí: el Art Deco Imperial, uno de los más antiguos de la ciudad, donde incluso, cuentan, era habitué Kafka.

Entrada al Museo de Kafka en Praga

En el Museo de Kafka en Praga

Esos días fueron magia pura. Tomar hot wine (esa exquisita combinación de vino tinto caliente y azúcar y cardamomo y nuez y naranja y limón y canela y anís), disfrutar de las feriecitas navideñas que empezaban a poblarlo todo, cruzar una y otra vez el puente de Carlos que atraviesa el Moldava, escuchar a los músicos borrachos desde las alturas, intentar traducir una placa que decía que “en esa casa había vivido Chopin”, perdernos entre tantas librerías y cafés que parecían sacados de cuentos medievales o góticos. Entender por qué toda Praga es Kafka, por qué todas las ciudades van en busca de un rostro. “Mañana”, le dije a él, “va a ser Kundera. Acuérdate de mí”.

Praga eran sus colores, la Plaza de la Ciudad Vieja, su Reloj Astronómico (que no podíamos encontrar y con el que después no dejábamos de tropezar) y la Catedral de San Vito. Praga eran sus castillos y su historia. Praga era la literatura y la pintura; la música, la noche y la bohemia.

Librerías y librerías que te ofrecen los mejores textos en todos los idiomas, en todas las palabras. La ciudad de las cien torres, para algunos. El corazón de Europa, para otros. Praga son sus dos guerras mundiales, el barrio judío, Franz Kafka, la Revolución de Terciopelo, Mala Strana y Stare Mesto.

Hay quienes dicen que es una postal. Probablemente una que está en movimiento, que tiene peldaños, laberintos, museos y galerías de arte que te ofrecen a Dalí, Mucha y Warhol. Porque en ella está el pasado y el futuro. Los siempres y los jamases. La vida, las despedidas y el amor.

Sé que voy a regresar. Me sobran los motivos para ir detrás de esa ciudad, una de las más bonitas que he conocido, y sentir el silencio, ese frío que a ratos me tocaba el alma y dos o tres palabras que nunca voy a entender, pero que me llevan a un tiempo de paz multicolor. Ya lo cantaba Mercedes Sosa, “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida”.

Después de Praga vino un tren nocturno y ocho horas que me condujeron a Budapest, pero ese es otro viaje; esa es otra historia que algún día voy a contar.

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