I love Boston
Hay ciudades que no te encantan a primera vista, pero con Boston fue enseguida. Apenas salí de la estación de tren supe que me iba a gustar; es limpio, ordenado, tranquilo, caminable y no me había equivocado: es totalmente el tipo de ciudad en la que podría vivir.
Después de recorrer buena parte de la costa de Nueva Inglaterra, pasando por New Haven y Providence, llegué a Boston. Todo iba bien hasta que me di cuenta de que había dejado en el tren unos maravillosos Ray Ban que había comprado en el duty free de Panamá hacía cuatro días. Eran mis primeros lentes caros y ahí quedaron para siempre. En todo caso, no iba a dejar que eso opacara mi viaje.
La importancia histórica de Boston es fundamental para Estados Unidos. A una media hora de sus costas llegaron los primeros peregrinos desde Inglaterra a comienzos del siglo XVII. Aquí nacieron los primeros indicios independentistas de Estados Unidos y la ciudad fue fundamental para la guerra que culminó con la Declaración de Independencia en 1776.
Hoy se puede hacer una ruta, freedom trail, que recorre 16 lugares de importancia en esos años; de hecho, hay mucho viajero estadounidense dando vuelta en busca de los orígenes de su país. Pero la verdad es que yo no andaba en busca de eso; la ciudad es preciosa y me tocaron unos días increíbles, así que no tenía mucho interés por pasar metida en museos ni en las casas de los padres de la patria.
Perderse en Harvard
En realidad, más que cualquier otra cosa, lo que yo siempre había querido era conocer Harvard. Esto sí que no sé de dónde nació, pero desde bien chica tenía curiosidad por ver cómo era la universidad más famosa del mundo. Si uno piensa en una universidad, enseguida piensa en Harvard, ¿o no? Es la más antigua del país, de ella han salido ocho presidentes de Estados Unidos, 155 premios Nobel y otro montón de personajes interesantes desde Ban Ki Moon hasta Bill Gates.
Harvard está en Cambridge, un pueblo que vive en torno a ella y al también mundialmente reconocido MIT (Massachusetts Institute of Technology). En metro son unos 15 minutos desde el centro de Boston y, al salir a la calle en medio de Harvard Square, todo se ve enorme.
Si me preguntan cómo definiría Harvard en una palabra, lo primero que se me ocurre es “grande”. Las imponentes puertas de fierro dan la entrada a Harvard Yard, el corazón de la universidad, donde están algunos de los edificios más antiguos del campus y la imponente biblioteca Widener. Hay cientos de sillas de colores para sentarse a estudiar o solamente a mirar, y también alberga tal vez al lugar más famoso de todos, la estatua de John Harvard, conocida como la escultura de las tres mentiras, porque:
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John Harvard no fundó la universidad, sino que fue uno de sus primeros benefactores, donando toda su biblioteca personal a la naciente institución.
- Ese no es John Harvard. Cuando hicieron la estatua, a fines del siglo XIX, ya nadie se acordaba cómo era, por lo que fue hecha inspirada en un alumno.
- La fecha que lleva inscrita, 1638, no corresponde a la de su fundación, que en realidad fue dos años antes.
Pasé dos tardes recorriendo el campus, pero es imposible verlo todo. Aun así es impresionante estar en el lugar donde día a día nacen investigaciones que probablemente van a cambiar el mundo. Perdiéndome entre las calles de Cambridge llegué a las orillas del río Charles, donde vi la clásica escena de película gringa: los típicos rubios musculosos del equipo de remo practicando. Nada es más Harvard que esa imagen.
A primera vista
Tenía 13 años cuando fui a Península Valdés, en la Patagonia argentina, donde hay una colonia de ballenas jorobadas. No tuve suerte: ese día se lo apoderó el traicionero viento patagónico y me quedé sin paseo, hasta ahora. Boston tiene un acuario increíble y parte de su staff de biólogos marinos trabajan en una compañía que organiza viajes de alrededor de cinco horas. Este equipo lleva más de 40 años estudiando a este grupo de mamíferos gigantes que cada invierno migra a Centroamérica y que todos los veranos se encuentra aquí. Tuve la suerte de agarrar el final de la temporada de observación y, a pesar de que ese día había unas olas enormes y que advirtieron que los que nos mareamos fácilmente mejor lo dejáramos para otro día, era mi única oportunidad para hacerlo así que me embarqué. Pude ver varios ejemplares que se acercaron al barco, y aprender que normalmente viven en grupos pequeños, que durante el verano andan en busca de alimento y que pueden vivir hasta los 80 años. La más amistosa de este grupo era una hembra de un poco más de 30 años que se llamaba “Canapé”. Su imponente tamaño, el estruendoso ruido que hacen al emerger del agua y ser testigo de la belleza de la naturaleza, hacen de esto una experiencia inolvidable.
Muy cerca del embarcadero está Quincy Market, un antiguo mercado de 1800 y visita obligada para degustar la exquisita comida marina de New England. Hay dos clásicos de esta zona: lobster roll y el clam chowder. El primero es un pan tipo hot dog relleno con langosta molida y mayonesa. Lo otro lo había escuchado nombrar muchas veces: es una maravillosa sopa espesa con almejas, papas y cebolla. También probé un pie de langosta, pero lejos me quedo con la sopa; de las mejores que he probado.
Justo atrás del mercado está Faneuil Hall, monumento nacional y la cuna de la libertad para los estadounidenses, porque desde sus salones se proclamaron los primeros discursos instando a la gente a independizarse de Inglaterra.
Hay ciudades que no te encantan a primera vista, pero con Boston fue enseguida. Apenas salí de la estación de tren supe que me iba a gustar; es limpio, ordenado, tranquilo, caminable y no me había equivocado: es totalmente el tipo de ciudad en la que podría vivir. Fue la mejor pausa entre medio de mi viaje a Nueva York; no son en absoluto comparables, de hecho son totalmente opuestas, y aunque en un par de días no alcancé a ver mucho, fue una buena primera visita y hoy puedo decir «I love Boston».