Encontré la mafia en el paraíso de Koh Lipe
Cuando anoté esta isla tailandesa como uno de mis destinos, pensé que llegaría a un lugar idílico y tranquilo. Jamás esperé encontrarme con una fiesta playera única e irrepetible.
Ni en mis peores pesadillas imaginé encontrar a la mafia en el paraíso. La curiosa experiencia sucedió en el puerto de Pakbara, al suroeste de Tailandia, donde reina la paz. Una enorme lancha rápida, armada de cuatro poderosos motores para dar lucha a las más grandes batallas en altamar, era mi transporte hacia una isla que, al menos en mis pensamientos, era la chica hermosa que todos desean.
Los endemoniados rayos del sol de aquel día me quemaban haciéndome sentir como un trozo de carne asándome a fuego lento en un barbeque a media tarde. Sólo la sombra de un local aledaño de venta de refrescos y helados apaciguaba la sensación de estar a las brasas.
“¡Es mi día de suerte!”, me dije mientras tomaba agua: el puerto estaba lleno de lindas mujeres asiáticas que elevaban la temperatura del ambiente, mientras esperaban la misma lancha que yo. De faldas cortas y de rostros finos. Todas hermosas. No esa belleza natural, sino la profesional: cuerpos trabajados, mucho maquillaje, miradas que transmiten deseo. Mientras se pintaban, Madamme las retaba. No paraba de darles instrucciones a esas esculturas vivientes. Coordinaba todo por su teléfono celular. Ellas se reían, no perdían su sonrisa. Todavía me acuerdo de esos labios carnosos.
A las tres de la tarde zarpé, junto a un pequeño grupo de no más de 15 personas, rumbo al archipiélago de Tarutao. El viaje fue movido y húmedo. Las enormes olas me empaparon de pies a cabeza y mi único escudo era una toalla. Sólo les pude hacer el quite al llegar a Koh Lipe. A la distancia, las verdes hojas de las palmeras parecían saludarme mientras se azotaban entre ellas producto del viento, en tanto la arena blanca me encandilaba.
El escenario no podía ser más hermoso: aguas turquesas tan tibias como una espumosa tina de baño y los rayos del sol dibujaban una acuarela de colores en las nubes. Desde el amarillo pálido hasta el rojo intenso y el café oscuro se fundían en el mar de Andamán, creando uno de esos atardeceres que se extrañan apenas terminan. Por ello, muchos asocian este lugar al paraíso. Un destino reservado, dicen, para aquellos mortales que se porten bien en este mundo terrenal. Pero la verdad, ni sacerdotes ni santos, incluso los turistas podemos acceder a Koh Lipe.
Me bajé en la playa de Sunrise. Un puñado de residentes y molestos vendedores ambulantes me recibieron apenas puse un pie en la isla. Uno de ellos me siguió majaderamente para ofrecerme alojamiento, prometiéndome que aquella noche habría fiesta. Logré deshacerme de él pudiendo encontrar otro lugar donde pernoctar, un hostal de dos pisos y construido en madera de aceptable comodidad y servicios básicos.
Me recibió allí su dueño, Javier Sanz, un joven catalán que se quedó en la isla tras enamorarse del paisaje y de una tailandesa. Y me adelantó datos de lo que ocurriría luego: la mafia local, junto a un grupo de yacuzas japoneses, organizaba una fiesta masiva en la misma isla en la que me alojaba. Sepan que jamás me consultaron mi opinión, pero que quede claro estoy de acuerdo. Destino paradisiaco, arenas blancas, palmeras, más una fiesta prohibida a orillas del mar y en el frontis de un hotel cinco estrellas. Deliciosa mezcla, ¿no?
Quedé con la boca abierta al ver al menos 200 personas bailando en un ambiente de desenfreno y música ensordecedora. Al acercarme, hombres de aspecto rudo, tatuados, compartían con mujeres jovencitas de no más de 20 años consumidas por las drogas. Grandes refrigeradores mantenían heladas las cervezas sobre una tarima enorme a pocos metros del mar. Mientras, no sabía si participar o alejarme por donde mismo había llegado.
Finalmente me enteré de que era el cumpleaños del “Big Boss”, el alcalde, ni más ni menos. Era la mafia en esta isla idílica, algo inesperado, tenebroso tal vez, pero inolvidable. Cuando el festejado quiso tomar la palabra, todos escuchamos en silencio. Turistas, mafiosos y prostitutas.
La música se detuvo, como se detiene el corazón al morir. El silencio fue interrumpido por tres, cuatro y hasta cinco balazos de una pistola nueve milímetros. Era el Gran Jefe que disparaba al aire. Expresiones de júbilo se hicieron sentir. La música continuó como antes, mientras algunos aprovecharon de conseguir más alcohol y prostitutas, presos de un mundo paralelo.