El primer gran viaje


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Cuando estaba en cuarto año de Historia llevaba varios miles de páginas de historia europea leídas y mis ganas de llegar al Viejo Continente ya eran insuperables. Quería estar allá de verdad, pero no sabía cómo hacerlo, hasta que un día me iluminé y postulé a un intercambio sin contarle a nadie. 

 

Bilbao

Bilbao

No le conté a nadie porque la gente siempre dice que el pan se quema en la puerta del horno. Así que, con la carta de la universidad española en mano, llamé por teléfono a mi papá y confesé. Me dijo que sí en seguida. No me acuerdo cuántos meses pasaron hasta que tuve la visa y compré mi pasaje para el primer gran viaje, pero un 20 de septiembre partí a Madrid. Llegué a Barajas y compré un pasaje en tren a Bilbao, mi destino final. Pero antes quería ver Madrid, quería hacerlo todo enseguida sólo por si no volvía.

Mi visita a la capital española no duró mucho porque me empecé a quedar dormida parada, así que volví a la estación desde donde salía mi tren. Después de viajar toda la noche llegué a Bilbao a las 7 AM; estaba oscuro y lloviendo, así que tomé un taxi al hostal. Me acuerdo que le pasé un papelito al chofer porque no podía pronunciar ni el nombre de la dirección: Bilbao Aterpetxea Hostel se llamaba y quedaba en Basurtu-Kastrexana, 70. Mátate. Con el tiempo me fui acostumbrando a las combinaciones de letras del euskera y podía leer las calles, estaciones de metro y decir como tres frases.

Acrópolis de Atenas

Atenas

El hostal quedaba en un cerro en un barrio al que nunca más volví. Ya estaba de día, seguía lloviendo, miraba por la ventana y lo único que se veían eran edificios grises. «¿En qué mierda me metí? Es la ciudad más fea del mundo. Si le digo a mi papá me va a matar”. Esa misma tarde supe que mi primera impresión estaba rotundamente equivocada.

Bilbao está al norte de España y es la ciudad más grande del País Vasco, pero no su capital. Yo no esperaba mucho en realidad –lo único que quería era vivir en Europa–, pero me encontré con una ciudad fascinante, preciosa, verde montañosa, entretenida, bohemia y ordenada a la vez. Yo soy de Punta Arenas, estudiaba en Viña y pasaba metida en Valparaíso, así que Bilbao fue lo mejor; no era tan grande como Santiago ni tan chica como Punta Arenas, era caminable, segura, universitaria y tenía buen carrete. Yo vivía en el casco antiguo, entre callecitas medievales y bares, en el último piso de un edificio de cien años que no tenía ascensor; podía caminar al Guggenheim… era todo lo que yo quería.

Parlamento de Budapest

Budapest

¿Universidad? ¿Qué universidad?

Lo mejor no fue la experiencia académica. Para qué vamos a andar con cosas, nunca me gustó la universidad. Me imaginaba las grandes universidades del mundo, donde se educaron los intelectuales de la civilización occidental y me encontré con algo decepcionante, así que nunca me interesó mucho ir. Lo importante fue todo lo demás; vivir en otro país, en otro continente y ver el mundo que había al otro lado del Atlántico. Parte de lo bueno de no ir mucho a clases fue que me pasé la mitad del tiempo viajando y conocí diez países en esos meses.

Había cosas que yo sabía que quería hacer: ir al Partenón y al Palacio de Knossos en Grecia, navegar por el Danubio y ver que Budapest es una de las ciudades más lindas del mundo y, finalmente, después de haber sobrevivido a 12 años de estricta educación británica, quería llegar a Londres y descubrir mi ciudad favorita.

Dubrovnik

Dubrovnik

Y hay otras que fueron una sorpresa. Creo que por 50 euros volé ida y vuelta desde Barcelona a Dubrovnik, una joyita de Croacia que parece sacada de un cuento. Un día mi abuela me contó que teníamos parientes en el sur de España, me conseguí el número, los llamé y partí una semana a conocerlos y recorrer Andalucía; hasta hoy la Alhambra de Granada y la Mezquita de Córdoba, siguen siendo de las obras de arquitectura más impresionantes que he visto.

Con unos amigos arrendamos un auto y recorrimos toda la Riviera Francesa, cruzamos a Italia y llegamos a Cinque Terre, una zona de cinco pueblitos perdidos en la Liguria que si no los hubiese visto, todavía pensaría que las fotos son de mentira. Lo más sorprendente de todo fue Alemania, país al que llegué por casualidad a pasar Navidad y que me gustó tanto que he vuelto dos veces más.

De todas maneras, decir «chao, me voy, necesito salir de acá y ver qué más hay allá afuera» fue la mejor decisión. Yo quería saber que todo lo que había visto en libros estaba ahí; que los romanos habían existido, que el Foro estaba todavía ahí, que el palacio de Knossos efectivamente está en Creta y que no era sólo una leyenda; que los anfiteatros de Siracusa y Taormina son en verdad como los vi en Historia del Arte en primer año de universidad y que en realidad Europa es tan fascinante como yo pensaba.

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