El abecedario de Torres del Paine
Después de mucho tiempo cumplí el sueño viajero de vivir el emblema de la Patagonia: recorrer las Torres del Paine con la mochila al hombro, dormir bajo las estrellas y amanecer frente a los glaciares.
Después de viajar un año por el mundo una de las conclusiones que saqué fue que a mi regreso debía conocer Torres del Paine. En diversos hostales de los lugares menos pensados alguien me recordaba mi deuda con Chile. Cada vez que conocía a algún viajero la conversación era más o menos así:
– Hola, ¿de dónde eres? –preguntaba yo.
– De (aquí la respuesta eran países como Alemania, Francia, Finlandia, etcétera) ¿Y tú?
– De Chile.
– ¡Oh! ¡Torres del Paine! –exclamaban siempre.
Resultaba que muchos habían ido, iban a ir o querían hacerlo, así que me preguntaban cómo era. Yo, con algo de vergüenza, les decía que no lo conocía o mejor dicho que aún no lo conocía, pues a la vuelta de mi viaje iría.
Como bien dicen, no hay plazo que no se cumpla y deuda que no se pague, así que a los dos meses de mi regreso a Chile decidí darle peso a mis palabras y uso a mis millas acumuladas a lo largo de un año. Próximo destino: Punta Arenas. Duración: un mes. Ya saben que soy buena para los viajes largos, así que con 30 días, una carpa y una mochila llena de comida comenzó mi aventura por el hermoso Parque Nacional Torres del Paine.
Comienza la O
Primer día. Vamos patitas. Después de cinco horas de caminata, pasadas las 15.30, divisé el primer campamento de muchos otros que vendrían; fue como ver la luz al final del túnel. No les voy a mentir, llegué muerta, pero fue uno de esos esfuerzos que tienen una inmensa recompensa. Lo que me esperaba para los días venideros sería más duro y al mismo tiempo más hermoso.
Les voy a dar un consejo: el repelente de mosquitos es indispensable en el circuito de la O. Nunca nadie me lo advirtió, pero en campamento Dickson nos esperaba una horda de chupasangres mutantes que me devoraron incluso a través de la ropa.
La caminata del cuarto día, desde el campamento Los Perros hasta El Paso, prometía ser el más intenso y lo fue. Todos me metieron miedo con el famoso paso John Gardner a 1.200 metros de altura, pero con un poco de llovizna llegué a la cima y, lo que en primera instancia parecía ser un gran lago infinito, resultó ser el glaciar Grey en todo su esplendor. Blancos, grises y celestes se combinaban de forma perfecta y daban vida al pedazo de hielo más grande que he visto en la vida, todo decorado con un inmenso arcoíris.
Tras terminar “la parte de atrás” del parque y comenzar la famosa W, súbitamente tuve mi primer encuentro con la civilización. Los refugios eran más grandes y tenían mayores comodidades, pero al mismo tiempo había tres veces más personas, varios de ellos caminando con pequeñas mochilas y vistiendo con jeans que los delataban como parte de un tour por el día. Mi suciedad, el particular olor de mi ropa y mi precaria comida liviana me hacía sentir parte de otra especie.
Ya terminado todo el circuito de la O era momento de decidir qué hacer con mis días restantes. Pero mi viaje me tenía preparada una nueva sorpresa. “¿Vas mañana a Los Jaivas?”, me preguntaron. Solo atiné a decir: “¿Cómo, cuándo, dónde?”. Cayó el sol y Torres del Paine se fue fundiendo con el sonido de la trutruca. Cerré mis ojos y ya estaba en las alturas de Machu Picchu.
Días quedaban, ¿qué hacer ahora? ¡No hay primera, sin segunda! me respondí animada por mi locura. Así que comencé una nueva W, en el otro sentido. Qué buena decisión fue esa, pues el parque me premió con gente maravillosa que se cruzó en mi camino y dos nuevas amistades que tengo claro serán para siempre.
Fueron 22 días, alrededor de 180 kilómetros, miles de risas y un sinfín de estrellas que hicieron de mi paso por Torres del Paine una experiencia inolvidable que claramente repetiré lo más pronto que pueda.