Desafío Working Holiday: un año en Vancouver
El gran año de mi vida partió de una forma bien especial. Nuestra llegada a Canadá no fue directa desde casa; veníamos con siete meses de viaje por Asia en el cuerpo, un poco cansados, bastantes impresionados por las evidentes diferencias de Oriente/Occidente y con unas ganas locas de comenzar a vivir esta nueva etapa a la que apostamos un día como pareja, y que significó dejar muchas cosas importantes atrás.
Aterrizamos en la preciosa provincia de British Columbia en pleno verano y sin conocer a ni un alma que nos recibiera y orientara. Y, aunque teníamos la visa Working Holiday, no teníamos ningún contacto para un eventual trabajo ni nada. Sólo un par de amigos chilenos que vivieron ahí y nos dijeron: «Vengan, van a encontrar pega al toque».
Las grandes aventuras se viven tras tomar decisiones que muchas veces aterran, así que no la pensamos mucho y decidimos ir a probar qué pasaba. Mi inglés era aceptable, pero ir a entrevistas de trabajo y entender + «chamullar» por teléfono fue una osadía/patudez enorme de mi parte.
Los primeros 10 días estuvimos alojados en un hotel en el barrio Hastings, una zona de Vancouver que si la describo o muestro en fotos, nadie se iría a meter ni loco. Era el barrio «peligroso» de Vancouver, por donde yo caminé a la 1 AM sola y jamás me sentí insegura.
Esos primeros días estuvimos descubriendo la zona centro de la ciudad: las comerciales calles de Robson y Granville –plagadas de vitrinas de restaurantes y tiendas de todo tipo que dicen «Now Hiring» (¡ojo ahí!)–, el famoso Stanley Park, el europeo sector de Gastown y Spanish Banks. Además descubrimos nuestros barrios favoritos, donde nos encantaría vivir.
Según nuestra bitácora, al segundo día fuimos a la UBC (University of British Columbia), un campus enorme con un tesoro nudista, Wreck Beach, donde inauguramos nuestro año canadiense con un paseíto por la playa “a potope».
Finalmente Kitsilano fue nuestro barrio elegido para vivir y las dos páginas web que nos ayudaron a encontrar varias opciones para vivir y que, una vez instalados en nuestra casa, nos ayudaron a buscar trabajo, fueron: Kijiji y Craigslist Vancouver.
A las dos semanas mi compañero ya tenía trabajo como guardia de seguridad. A veces le tocaba en colegios, en bicicleta haciendo guardias nocturnas, etcétera. Le acomodaron tanto los horarios, el formato y lo que tenía que hacer que se quedó feliz ahí todo el año.
A los pocos días, tras enviar (online y presencialmente) algunos resumes –formato canadiense del CV–, empezó a sonar mi celular y yo, hecha un atado de nervios, fui puntual a tres entrevistas de trabajo en una semana. Hasta me di el lujo de rechazar un trabajo (de recepcionista en una peluquería top) y acepté dos pegas part time: de garzona en un restaurante al lado de mi casa y de vendedora en una tienda de decoración que era tan cara que no entraban ni los espíritus. Mi objetivo en Canadá fue siempre claro: trabajar en servicio al cliente, donde practicaría intensivamente mi inglés, razón por la que dejé el trabajo en la tienda a los dos meses. Y de garzona me tiré a los leones; cada día aprendía nuevos códigos culturales canadienses y nuevas palabras que anotaba en mi libretita cuando nadie me veía. Hubo momentos de mucho nerviosismo, porque el dueño era un griego tan mañoso que comencé a sufrir en vez de disfrutar la experiencia. Renuncié y a las dos semanas encontré mi trabajo definitivo: vendedora en la tienda GAP, donde me tocaban todas las semanas horarios diferentes, lo cual era como la anti rutina. Si en Chile no me acomodaba el formato de trabajo de 9 a 18 horas tipo «odio los lunes y amo los viernes», menos me habría gustado en Canadá. O si no, ¿qué sentido tendría habernos ido a otro país en busca de cosas nuevas y diferentes?
Comencé inevitablemente a percibir cosas y detalles cotidianos que siempre soñé tener en mi ciudad: seguridad, más igualdad, empatía, un sentido de comunidad potente, una calidad de vida que te permite trabajar y vivir muy bien, y ambientes laborales gratos donde el «jefe» o «señor» no existen, sino que todos te tratan por tu nombre; que en un mismo barrio –con casas sin rejas– vivan el doctor, el jardinero, la actriz que además es baby sitter, el estudiante que garzonea y el gerente de una empresa; donde los currículums son sin foto, estado civil ni edad, demostrando ser un país inclusivo que no discrimina; donde el reciclaje es algo que hacen TODOS y existe un sistema de transporte para no creerlo, además de tener tiempo para almorzar un martes en el parque o alguna playa, sueldos por hora y el aire más limpio que he respirado.
Y como la sangre tira, nuestros caminos se cruzaron con los de varios chilenos que hasta el día de hoy son buenos amigos, grandes personas que llevaban muchos años viviendo en Canadá y que fueron nuestro hogar lejos de casa.
El año se pasó volando, el invierno no fue para nada terrible y no sabíamos que la primavera y el otoño fueran tan pero tan lindas estaciones en Canadá. ¿Y el verano? Ideal para acampar, conocer parques nacionales y hacer actividades outdoor.
Vivir en un país desarrollado te cambia el switch para siempre, y quienes regresamos a casa debiéramos ser ese cambio que soñamos ver algún día. Porque una cosa es viajar e impregnarse de mil culturas diferentes, pero vivir y trabajar en un país que tiene todo lo que uno quisiera para el suyo, es otra cosa.