Desafío a la gravedad: alas delta en Río de Janeiro
Sin duda fue el mejor último día de viaje de todos los que he tenido. Volar sobre esta ciudad fue una experiencia alucinante que repetiré, porque estoy segura de que a Río de Janeiro volveré una y otra vez.
Era nuestro último día en Río –la famosa y fotogénica cidade maravilhosa– y con mi en ese entonces novio habíamos decidido dejarlo para volar sobre la ciudad. No recomiendo dejarlo para el último día, ya que nosotros casi no pudimos hacerlo por las condiciones del viento, que finalmente jugó a nuestro favor y nos dejó lanzarnos.
Les hablo de volar en alas delta en Río de Janeiro, también conocido como hang gliding, una experiencia que hay que vivir. Así que fuimos hacia el sur de la ciudad, específicamente a la escuela de vuelo de São Conrado, donde nos hicieron firmar unos papeles que liberan de toda responsabilidad a la empresa en caso de accidente (es muy seguro en todo caso) y claro, hay que pagar por la experiencia y es caro, pero pucha que vale la pena. El vuelo sale unos 150 dólares y un extra si es que contratas el servicio de fotos o video que registran tu cara de “solo se vive una vez”.
Para llegar a la cima nos llevaron en una camioneta (que además nos pasó a buscar y a dejar a nuestro hostel), con la que nos internamos en la densa y frondosa Floresta da Tijuca. Una vez arriba armaron los equipos, desplegaron las enormes alas, nos pusieron los arneses y nos capacitaron rápidamente para entender cómo inclinar el cuerpo y comprender la señal para empezar a correr por la rampa de madera.
Y llegó el momento, hasta ese entonces, más emocionante de mi vida. Tomé la decisión de ir yo primero y esperar en la playa a mi enamorado.
Estuve un buen rato parada esperando la señal para correr pero, a esas alturas, ya era demasiado tarde para arrepentirse. En una esquina de la rampa un banderín indicaba la orientación del viento –la idea es que venga de frente, no de costado ni que te empuje–, así que cuando vino en dirección correcta comenzó a sonar un pitito e, inmediatamente, el guía gritó: «¡Corre, corre, correeeee!». Sin pensarlo mucho, corrí. Recuerdo haber dado unos cuatro pasos y, de pronto, mis pies estaban flotando en el aire.
Intentar explicar con palabras las sensaciones de esos minutos es casi imposible. Sólo sé que mi cuerpo reaccionó de la mejor manera; me dio ataque de risa, por momentos el estomago subía a mi garganta como en una montaña rusa (esa misma sensación pero multiplicada por mil) y sentí cómo cada poro de mi piel se erizaba ante el viento.
Mis novatas retinas registraban desde el cielo una de las ciudades más bellas del mundo, con su famoso Cristo Redentor –cual protector de la favela Rocinha a un costado– el inmenso mar de frente y abajo un verde bosque repleto de árboles, contrastando con los edificios que desde la calle parecen grandes, pero desde el aire se ven como cajitas de fósforos. Es ahí, desde las alturas, donde tomas conciencia de lo infinitamente minúsculo que eres en ese todo que te rodea.
Antes de aterrizar volé sobre el inmenso mar, hasta que me soltaron el arnés que sujetaba mis rodillas. Por un segundo sentí que caería al vacío, pero sabía que mis piernas debían apuntar al suelo para correr apenas tocara la arena. La adrenalina y estupidez que solo se siente al cumplir un sueño impidieron que realizara tal acción, ya que mis piernas eran dos hilitos incapaces de responder.
Una vez con los pies puestos en la tierra, o mejor dicho en la arena, comencé a reír y gritar de la emoción, mientras intentaba darle vida a mis piernas que aún eran incapaces de reaccionar. Mientras los latidos de mi corazón entraban en razón, yo miraba el cielo buscando a mi amor.
Sin duda fue el mejor último día de viaje de todos los que he tenido. Volar sobre esta ciudad fue una experiencia alucinante que repetiré, porque estoy segura de que a Río de Janeiro volveré una y otra vez.