De para siempres y otros recuerdos orientales


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Memoria, ideas sueltas, apuntes en un diario de viaje que me dictan que cada cinco minutos el suelo puede temblar, que el calor de Tokyo, así como la humedad, nunca te da tregua y que catorce letras, en un idioma que te es tan ajeno, haría que la vida se te pasara intentando aprender un vocablo que vas a olvidar, que vas a recordar para probablemente olvidarlo otra vez. Fragmentos de mi vida en otra parte; fragmentos de mi vida en otra parte que pude reunir en la tierra donde nace el sol.

 

Carteles fosforescentes en Tokyo

Carteles fosforescentes en Tokyo

Después de terminar mi periplo por Asia y viajar por diez países de ese inacabable continente, decidí dejar Corea del Sur e inmiscuirme en el mundo de la nostalgia feliz, ese del que hablaba Amélie Nothomb, y entender por qué los japoneses usan palabras como natsukashii para describir esa sensación que viene a asaltarnos con recuerdos, historias o preguntas de qué hubiera pasado si hubiera tomado este u otro camino. Además de gustarme fonéticamente la palabra, pensé que si algo sobra en nuestra profunda América es la felicidad y la tristeza, ambas como una conjunción de la que resulta la «nostalgia», letras sin tiempo y con vida; letras con sol y clin clin de copas que nacen cuando uno brinda por aquello que le hace bien al alma. Oriente y Occidente como un puente largo que cruza y cruza de este a oeste y viceversa, para encontrarse frente a esto que es también el mundo.

De Japón conocía a Mishima, el budismo y su gastronomía. De Japón conocía también a Murakami, los mangas y que su moneda era el yen. Quizás que su población era de ciento veintisiete millones de personas y que si había un cuadro que me gustaba era La ola de Kamagawa. Pero eso, aunque parezca ridículo, da igual, porque cuando uno llega a un lugar como este, te das cuenta de que es un territorio del que no sabes nada/del que no sales más y sin embargo, ese vacío te produce una profunda familiaridad que te acerca al paisaje, al contexto, al corazón de su ciudad. Y qué loco. Y qué cierto, pero pasa.

Parque japonés

Infinita paz en los parques japoneses

Llegué a Osaka; llegué a Tokyo y aterricé en un mundo aparte de gente que vive aparte y eso es bueno, es bueno porque si algo sobra en Japón es una identidad individual que de suma en suma se vuelve colectiva hasta confundirse y plegarse para dar paso a la idiosincrasia del pueblo. El país del sushi tiene una multiplicidad de estilos, de voces que no te dejan perderte aunque tú no entiendas nada.

Primera lección; primera lección express: aquí no saben inglés. Al menos muchos no. Pero no influye en el viajero porque mientras estás en un tren, al fondo de un metro o mirando desde una vereda a otra, un japonés, una japonesa, no importa la edad, se acercan a ti preguntándote si pueden ayudarte, preguntándote a dónde vas, de dónde vienes y qué bueno es el vino chileno. No sabes cómo supiste eso que parece que dijo, cómo él o ella pudieron juntar palabras y hacértelo entender, pero ocurre por esa magia que existe cuando uno no habla el mismo idioma. Y tú te dejas llevar y siempre, siempre, con los ojos, las miradas, las sonrisas, logras una comunicación que es sutilmente conmovedora y das con el lugar al que querías ir.

Sushi en Japón

El verdadero sushi

Japón es un paréntesis en la vida de todos los que alguna vez han llegado solos con su mochila a cuestas, y son testigos de esa tierra de verde y azul, una tierra de elegancia y solemnidad y religión que no te suelta porque aquí el silencio se respeta, porque aquí el otro eres también tú. Nadie te va a empujar ni va a intentar pasarte por encima porque la delicadeza es una regla para todos. Una obligación. Y ellos saben de estructuras, tiempos, sentidos y matemáticas. Y ellos saben ser cordiales. Y ellos saben estar, en el buen sentido de la palabra, con los demás.

Y fue hace tan poco que todavía parece que estoy ahí, entre los jardines imperiales, inmensos, escuchando a sus viejitos, a sus jóvenes, tocando la flauta o el saxofón o un violín; jugando ajedrez; leyendo un libro; pensando en todo y en nada y de vuelta al todo que es la vida. Música y música entre el verde de la tierra. Y la lectura, los ojos que se ríen y el trote perfecto de esos japoneses que probablemente tenían ochenta y algo y te enseñan que la vida sana se lleva hasta el final y si se hace algo, lo que sea, se hace bien. Sabiduría del corazón, de la cabeza y del cuerpo también.

Paso de cebra en Japón

Los japoneses siempre tratarán de ayudarte cuando te ven perdido

Quizás por eso la palabra «Japón», significa «el origen del sol». Allí (¿o es aquí?) todo está naciendo. Y no se alcanza a ver el ocaso.

Estaban los kimonos, las calles que podías transitar, de día o de noche, sus barrios de colores, los cafés y barcitos minúsculos (si hay algo que les gusta hacer a los japoneses es cantar karaoke), los restaurantes de tapas españolas (la nostalgia feliz, otra vez) y un tren perdido en Shin-Imamiya que no quiere aparecer.

Memoria, ideas sueltas, apuntes en un diario de viaje que me dictan que cada cinco minutos el suelo puede temblar, que el calor de Tokyo, así como la humedad, nunca te da tregua y que catorce letras, en un idioma que te es tan ajeno, haría que la vida se te pasara intentando aprender un vocablo que vas a olvidar, que vas a recordar para probablemente olvidarlo otra vez. Fragmentos de mi vida en otra parte; fragmentos de mi vida en otra parte que pude reunir en la tierra donde nace el sol.

Y está el Castillo de Osaka, sus edificios de cristal, los mercados y museos que te hacen sentir que aquí todo empieza muy atrás, que antes de todo estaba Japón y antes del antes las flores, las callejuelas tan estrechas/tan estrechas, los carteles fosforescentes, esos rascacielos que no tienen nombre, el olor a cigarro en tantas partes porque fuman y mucho, o esa fila de camas, una después de la otra, que fue mi hotel y donde los baños los usábamos al mismo tiempo y en los que tenías que ducharte, sentada en una sillita, mientras al lado tuyo otra mujer hacía lo mismo y otra y otra y otra porque aquí el cuerpo se vive con libertad, sin pudor, como una herramienta transitoria que no tiene otra importancia que la del presente. Todo es efímero, todo pasa y todo queda, como los versos de Machado, pero Japón tiene la sensación de lo eterno, de aquello que permanece, de la historia, de la trascendencia. Japón para siempre. Japón en mí.

Lugar:

Japón

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