De mal en peor… a excelente
Se venía un buen trayecto hasta Ingolstad, donde me encontraría con mi familia, y sólo necesitaba descansar en un lugar cómodo. Pero, cuando las cosas comenzaron a ir de mal en peor, apareció mi salvación. Y me di cuenta de que la gente es buena. Por Joaquín Bastías.
150 kilómetros. Serían 150 kilómetros y una noche en camping antes de llegar al día siguiente a Ingolstad (Alemania) y ver a la familia. ¿Qué podía salir mal? Aalen es relativamente grande, así que supuse que habría un camping al menos en los alrededores. O alguna habitación disponible por una noche en algún hostal o, como mucho, en un hotel.
El mapa de mi teléfono mostraba que había un camping en alguna parte de la ciudad. ¿O sería un hotel? Poco importaba, pues esa noche estaba dispuesto a pagar un poco más para poder descansar de verdad (además, Gospodin Dinosaurus aún no se unía a mi viaje); no como la noche anterior, con ese “visitante” que me dejó cagado de miedo toda la noche, sin poder pegar pestaña. Pero esa es historia aparte.
Pero sin internet, con un mapa basura en el teléfono y llegando tarde, todo se ponía más difícil. Así que paseé un rato por la ciudad siguiendo la señalética que indicaba los hospedajes disponibles. Uno a uno me rechazaron, pues estaba todo lleno. Era fin de semana largo (creo) y se me acababa el tiempo. Estaba raja y al día siguiente me tocaba recorrer unos 120 kilómetros más.
Como todo iba mal, qué mejor para empeorarlo que falsas esperanzas. Luego de hacerme esperar mucho, la recepcionista de un hotel me dijo que tenía una habitación disponible por 68 euros (¡68 euros! ¡Ese era mi presupuesto para casi dos semanas!). Así que le pedí que me esperara a ver si encontraba algo más económico.
Me di unas vueltas más y sólo encontré un Ibis lleno, como todo lo demás. Así que partí de vuelta al hotel anterior, para ducharme y disfrutar de una rica cama. Qué dulces pensamientos, ¿no? Pero, como anticipé, todo era falso. La señorita se había confundido con las fechas y la habitación estaría disponible desde el día siguiente. Hermoso. Le pregunté si conocía algún bosquecillo donde poner mi carpa y me mandó a una plaza con unos pocos árboles que no me esconderían ni la guata.
Emputecido, cansado, con frío, sin hablar el idioma y, por qué no decirlo, desesperado, me monté en la Gitana (mi bici) y tomé la ruta de salida de la ciudad. ¿Qué mierda hacer? ¡Estaba a un día de ver a mi familia, con quienes compartiría sólo una noche! Pero descansar era un requisito pues, a esas alturas, estaba agotado. ¿Y si no lograba llegar? ¿Y si perdía mi oportunidad de ver a mi hermanita de cuatro años, sin saber cuándo sería la próxima vez que podría verla? Mierda, mierda, mierda. La cabeza me daba vueltas incesantemente y el cuerpo apenas me respondía. Habría que intentarlo de nuevo y ver si alguien me prestaba su patio para acampar, ya que mi primera idea –buscar un bosque como el de la noche anterior, con animales salvajes o “visitantes”– pasaba a quinto plano. Necesitaba descansar de verdad.
Para darle un poco más de “emoción”, a la salida de Aalen se encontraba la segunda subida más cabrona que me ha tocado: dos o tres kilómetros con una inclinación de al menos 10%.
A las 11 de la noche, sin hablar alemán y todo sucio y peludo, no sería tan fácil dar una buena impresión. Y no olvidemos que mi tono de piel no es precisamente ario. Pero había que intentarlo.
En una zona residencial de las afueras de Aalen, y con el recuerdo del “visitante” de la noche anterior, vi una televisión encendida en una casa. “Aquí están despiertos”, pensé. Paré, preparé un discurso y llamé a la puerta. Como tenía vidrio pude ver perfectamente a una mujer caminando hacia la puerta que, al verme, se dio media vuelta. Un minuto más tarde apareció un hombrón de unos 45 años y me abrió.
– Gute nacht. I’m so, so sorry for the time –le dije en cuanto abrió la puerta.
– It’s ok –me dijo (¡Bien! ¡Hablaba inglés!).
Le conté mi historia y le dije que necesitaba dormir unas pocas horas, pues partiría a primera hora al día siguiente. Le pregunté si me permitía acampar en su jardín y prestarme el baño de visitas. Me dijo que sí.
Cuando me levanté a la mañana siguiente, a eso de las 6.30, Ulrich me estaba esperando con un tremendo desayuno. Café, tres panes, manzanas, leche, jamones, salame y queso. Increíble. Ahora sí que tenía la energía suficiente para enfrentar la subida endemoniada, los siguientes 125 kilómetros y los abrazos familiares. Todo terminó inesperadamente bien.
La gente es buena. La vida es buena.