De Madrid a las palabras


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Hace unos días volviste a Chile, hace unos días viste cómo esos casi veinticinco meses en Europa quedaron suspendidos detrás de la Cibeles, el cielo de Casa de Campo y los gritos de una Gran Vía que conoces de memoria.

 

Parque del Retiro, Madrid

Parque del Retiro

“No puedes detener al río”, me dijo ella, mientras sus ojos se quedaban absortos en la taza de té que yo abrazaba con mis manos de la misma forma que me aferraba a mi vida, a esa vida que fue mía por más de dos años y que marcó, más antes que después, nuevos sueños y razones.

Llegar a Madrid fue reencontrarme con todo, con mi vida dormida, con las palabras, con el teatro y la poesía y el jazz y los cafés a medio tomar que dejamos entre Lavapiés, Tirso de Molina y la Gran Vía. Llegar a Madrid era pasear a medianoche por Ópera mientras buscaba las llaves dentro de mi cartera y subía las escaleras de ese piso que me cobijó en los comienzos. Eran los domingo en La Latina, en la Plaza de la Cebada, tomando el sol con esos amigos hippies que rompieron mis esquemas. Era el nombre de mi abuelo recitado en voz alta frente a ese río que cobijó nuestro adiós. Era tropezar con sus ojos en el Reina Sofía y saber que estaba escribiendo mis futuros. Era tomar uno y mil metros, uno y mil búhos, uno y mil tintos de verano mientras pensaba que el cielo de Madrid no tenía estrellas, que quizás nunca podría tenerlas porque la luz nacía de las sonrisas de los chinos que me vendían el pan y las mermeladas y esas galletitas de chocolate que compraba en las tardes de exámenes cuando me bajaba del cuarenta y cuatro y caminaba por Francos Rodríguez sabiendo que tenía que llegar a la clase de ese profesor calvo y regordete que me enseñó a mirar detrás de mi propia historia. Eran nuestras manos buscando páginas en La Central, nuestros cuerpos desparramados, medio escondidos, que tenían el sabor de La Habana y un parque que fue ese Jardín Botánico que creí me cerraba el ojo.

Plaza Mayor de Madrid

Plaza Mayor

Llegar a Madrid era llegar a España y descubrir el Mediterráneo y el flamenco y los ojos de mis bisabuelos. Sentarme en el Templo de Debod, mirar desde afuera la casa de Borges y Neruda y Huidobro. Y decir fuerte que aquí también vivió Gabriela Mistral.

Eran los versos de Cernuda, el corazón de la Almudena, mi tránsito eterno por Asia y el espejismo de pensar que podía mirar el pasado y el presente y el futuro en la misma dirección.

Madrid era la Cibeles, La Casa Encendida y los amigos. Muchas veces también el amor.

Madrid era volver siempre a Barajas, los acentos latinoamericanos, el regreso a la Plaza Santo Domingo, la Costanilla de los Ángeles donde vivió Santa Teresa y el barrio de Las Letras. Quizás también una que otra croqueta, las aceitunas en ese pocillo de esperanza y el sírvame otra copa, por favor, que mañana desayunamos en el San Ginés.

La Almudena, Madrid

La Almudena

Madrid era Federico, la Puerta de Alcalá, los hombres y mujeres sin nombre con los que compartí historias, secretos, vida detrás de la vida, El Retiro y las pinturas negras de Goya en el Museo del Prado. Madrid fue la calle de Tremps, el Manzanares y la determinación por inventarme un cuento, una narración, un poema que me dijera quién era yo. Madrid fueron mis dos novelas, poesía masticada en bares malditos y siete hielos que sacudían la conciencia de cuatro becarias chilenas. Madrid fue el pasado tocándome la puerta, la mujer del 4B y el olor a pasto recién cortado de la Universidad Complutense.

Madrid fue una parte de mi vida, una parte de mí, mientras esquivaba callejones a las cuatro de la mañana, atardeceres insolentes que inmortalizaban las tejas de la Plaza Mayor y la Puerta del Sol, y una que otra lluvia de mentira que  golpeaba la ventana de una, dos y hasta cien casas.

Se termina el viaje. Realmente no sé si alguna vez se termina.

Lugar:

España

Intereses:

Historia Museos

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