De homeless en Las Vegas
Intentamos tragar nuestro almuerzo con los ojos llenos de lágrimas y a punta de hipo por la risa que nos dio esta historia.
Antes de contar lo que nos pasó, es preciso ponerlos en el contexto de esta historia: Las Vegas, la ciudad del pecado, como le llaman, donde hay muchos hoteles/casinos, restaurantes pitucos, los mejores espectáculos del mundo y una prostitución tan visible que violenta un poco; muchos turistas con más de una tarjeta de crédito y billeteras que apenas cierran de tan abultadas que están. ¿Mochileros? Probablemente los únicos éramos nosotros. Pocos, o me atrevería a decir ningún mochilero de viaje por el mundo, con presupuesto limitado, pensaría en ir a meterse a un lugar como Las Vegas.
Pese a ser un destino carísimo, es un lugar donde puedes dormir en un gran hotel por 50 dólares la noche. Pero comer ahí fue un gran desafío para nosotros. Y no es que viajemos pasando hambre ni mucho menos, pero hay ciertas cosas que para ambos no son necesarias y, frente a eso, no es la tacañería la que manda, sino el sentido común. Aunque nos sobrara la plata (que no es así) no pagaríamos ni borrachos 20 dólares por un sándwich o 200 por dormir, aunque ese sándwich tuviera carne de la vaca más sagrada de India, o esa habitación incluyera jacuzzi con manillas de oro y sábanas de ocho mil hilos egipcios. Esas excentricidades van, por decirlo de alguna forma, en contra de nuestros principios y, la verdad, nos encanta viajar optando por lo sencillo.
Dicho esto, les cuento una anécdota que, al menos a nosotros que estábamos ahí, nos mató de la risa un buen rato.
Como cada día en las Vegas, salimos a buscar una opción barata para comer que no fuera un McDonald’s. Así que entramos a ver qué opciones tenía el famoso 7 Eleven, que es un mini supermercado que tiene sus propios microondas para calentarte ahí mismo tu comida. Compramos unos burritos de dólar y medio (en una picada mexicana en la calle valen siete) y, tras calentar nuestro almuerzo, salimos del supermercado a buscar un trozo de sombra en esa ciudad que ardía a más de 40 °C.
Nos sentamos en el suelo a un costado del 7 Eleven, apoyados a la pared. Yo, con un trozo de cartón del mismo empaquetado, empecé a cortar el burrito por la mitad. De pronto un tipo que venía saliendo del mismo supermercado nos miró, le dimos pena por no estar sentados en un restaurant pagando dos ceros más por ese almuerzo, y se acercó a nosotros metiendo la mano en su bolsillo. Sacó tres dólares y lo acercó a la mano de mi compañero de viaje/vida y él, sin pensarlo y para que el otro no se arrepintiera, lo aceptó rapidito con un «thank you» ¡sin ninguna vergüenza!
No lo podíamos creer. ¡Nos confundieron con homeless en Las Vegas! ¡Nos dieron plata sin haberla pedido! El tipo estaba en la puerta del súper esperando al resto de su familia y nos miraba de reojo, mientras yo no podía aguantar un ataque de risa e intentaba esconder la correa de mi cámara que tenía colgando. Ni un homeless anda con un collar que grita en amarillo furioso “Nikon”, ni anda grabando sus almuerzos roñosos con una Go Pro, ¿o sí?
Intentamos tragar nuestro almuerzo con los ojos llenos de lágrimas y a punta de hipo por la risa que nos dio todo esto. Menos mal no tenemos el ego inflado ni somos orgullosos, si no un acto de generosidad y empatía –aunque haya sido hacia personas que no lo necesitaban– se habría transformado en una tremenda ofensa.
Lo tomamos con mucho humor y, casi como una señal, partimos decididos a un casino a jugarnos esos tres dólares… ¡quizás era nuestro día de suerte! Y bueno, al igual que miles de personas que apuestan muchísimo más que unos dólares al día en la ciudad del derroche, no ganamos nada.