Crucero por el Adriático y las islas griegas, un sueño compartido
La primera vez que fui a Europa mi vieja querida se quiso sumar; venía soñando hace décadas con las islas griegas, pero se quedó con las ganas. Unos años después volví al Viejo Continente, en un viaje que terminó convirtiendo el sueño de toda la vida de mi madre en un sueño compartido en familia.
Yo partí dos meses antes para recorrer por mi cuenta y a mi ritmo algunas ciudades europeas y el norte de África. Ocho semanas después llegarían a España mi hermana y mi mamá con una sonrisa de oreja a oreja. Nos encontramos en Madrid para luego volar a Venecia, el punto de partida de nuestro crucero por el Adriático y las islas griegas.
Nos embarcamos en barco gigantesco con salones lujosos y lámparas de cristal. Parecíamos Carmela de San Rosendo en New York City, embobadas, felices y asombradas por las dimensiones y lujos del barco. Decidimos dormir las tres en una litera con un ventanal redondo, desde donde podríamos apreciar un nuevo amanecer cada día.
La ruta incluía a Split, Croacia; Kotor, Montenegro; Kusadassi y Bodrum, Turquía; la histórica Atenas y las hermosas Mykonos y Santorini en el azul profundo del mar Egeo.
Fue maravilloso compartir juntas, dándonos la libertad de estar separadas cuando quisiéramos. Mi hermana se la pasaba metida en el gimnasio del crucero, mientras con mi mamá arreglábamos el mundo en el bar. En Split y Montenegro decidí perderme sola por ahí, mientras las otras dos gozadoras disfrutaban de algo fresco bajo la sombrilla de algún café; en Turquía, mi vieja linda se fue de shopping mientras con mi hermana nos fuimos a caminar. Pero la esperada Grecia sería un momento cúlmine en este viaje, que acordamos vivir juntas.
Recuerdo como si fuera ayer la madrugada del día en que el crucero atracó en Santorini. Eran las 6 AM y me desperté con el sonido de alguien llorando. Me levanté asustada pensando que algo le había pasado a mi hermana o a mi mamá, pero no era más que la emoción de alguien que estaba a unas horas de ver, pisar y respirar la isla de sus sueños.
– ¿Qué pasó, mamita? –le pregunté preocupada.
– Santorini, hija. Llegamos a Santorini –respondió entre lágrimas de emoción.
Nadie más que yo podía empatizar con la emoción de cumplir un gran sueño. Absolutamente nadie más que yo podría llegar a entender sus sentimientos encontrados, esa mezcla de alegría de estar ahí y poder compartirlo con sus hijas, y la pena profunda de no poder vivirlo con la persona con la que ya venía compartiendo su vida hace 40 años, mi papá, el responsable y cómplice de este sueño compartido.
Al bajar del barco hicimos una fila eterna para subir en el teleférico a Thira, la capital de la isla. Una vez allí, caminamos a la parada de buses que nos llevaría a ese pueblo de la clásica postal, Oia, donde todo es blanco impoluto con tejados en forma de cúpulas, puertas y marcos de ventanas de un azulino tan intenso como el mar griego.
Fuimos en busca de una de esas terrazas que parecen estar colgando sobre el acantilado y nos comimos una ensalada griega con unas vistas que presumían una belleza insuperable. Nos perdimos por esas calles adoquinadas repletas de escaleras y bugambilias, mientras contemplábamos la particular geografía de esta isla volcánica que se formó tras una enorme erupción hace unos 3.600 años.
Esos días y noches en el barco fueron bien comidos, tomados, conversados y bailados. Nos conocimos en otro escenario y construimos recuerdos memorables que jamás olvidaremos.
Si el mundo es un buffet all you can eat, éste viaje fue sólo un aperitivo que me dejó un hambre voraz de Croacia y Turquía, joyitas europeas a las que pronto volveré.