Chiloé: una esquina del sur
¿Cómo empieza esta historia? ¿Cómo cuento lo que quiero decir? Me gustaría pensar que el origen se quiebra con un retorno, con una sucesión de días y meses que se suman y suman hasta alcanzar años y completar una certeza que se refleja en mis manos, en las líneas de mis manos, y que como un susurro dictan que una vida después del después volví a Chiloé.
He viajado por casi cuarenta países y hasta ahora nunca he escrito sobre Chile. Raro, pero también curioso. Quizás porque siempre estamos tratando de ver más allá de nuestros ojos y ese sentido que buscamos, el que no deja dormir al viajero errante, se transforma en un algo misterioso, de gotas blancas, que nos hace creer que hablar del país de uno es siempre menos interesante que ahondar en los relieves de otros continentes. En estas líneas no solo pretendo reparar una injusticia, sino que homenajear al sur de un país, mi país, que tiene senderos de serpiente, que a veces parece que mezcla y mezcla los tiempos y el sol y la lluvia. También el mar.
¿Cómo empieza esta historia? ¿Cómo cuento lo que quiero decir? Me gustaría pensar que el origen se quiebra con un retorno, con una sucesión de días y meses que se suman y suman hasta alcanzar años y completar una certeza que se refleja en mis manos, en las líneas de mis manos, y que como un susurro dictan que una vida después del después volví a Chiloé. Y qué loco y qué cierto, pero la última vez que pisé esta tierra era solo una niña y el universo, ese laberinto exacto, parecía tan fácil, tan ligero, tan despierto…
Por eso ahora escribo estas palabras desde un bus, desde un ferry, desde una casa que empieza muy alto, más allá de todo, más allá de todo. Y ese tránsito, el del pasado al presente y del presente al futuro me brinda datos exactos que mi corazón humanista no puede esconder: ha pasado tanto tiempo desde entonces, tantas personas que han entrado y salido de nuestra vida, tanto aire, tanta brisa, tantos viajes. Hoy, con veintisiete años en el cuerpo, todo o casi todo, parece distinto, quizás porque uno se convirtió en otro.
El viaje nunca es un viaje. El viaje nunca es aquello que creemos en ese momento, ni siquiera la sombra de lo que finalmente llega a ser. Si algo he aprendido en este paso a paso es que los años te devuelven una dimensión que no tiene colores reconocibles. Quizás uno, estando tan lejos, es testigo de cómo el tiempo te obliga a pensar, te obliga a darle una vuelta a las cosas; te obliga a ser capaz de abrir y cerrar tres libros, tres canciones, tres amores…
Quiero insistir, ojalá lo entiendan, que mi cabeza está llena de pájaros azules y que en esta aventura las imágenes asaltan mi conciencia y dejan silencios que van rebotando y rebotando hasta cubrirme de polvo. Estoy con él en un avión, estoy con él y la guitarra. Estoy con él en Puerto Montt, en Castro y también en Chonchi. No importa cómo nos movemos, de aquí a allá, porque el verde de la tierra nos acoge y nos encierra y nos regala alas para seguir inventando mundos imaginarios. Él siente los colores y el viento del norte y el aire de mar que se meten en cualquier parte. Y es feliz cuando dice: ¡qué bonito es ese paisaje! Lo cree, lo siente, y su voz ronca es tan auténtica que mi corazón late al pensar en esa nobleza intrínseca de hombre que maneja los misterios de los árboles. El bus se detiene. Son más de cuatro horas desde la ciudad portuaria hasta Chiloé, pero, ¿saben? ¡Es mágico y mucho más entretenido que tomar un vuelo directamente a Castro!
Es cierto: vas a estar todo el día en función de él, pero lo que ves en el camino queda en la memoria de tu silencio.
Imperdible es perderse por el Parque Nacional Chiloé y caminar con o sin rumbo por los senderos que a veces no llevan a ninguna parte. Sentarse, detenerse, reír y conversar, mientras haces un picnic a la orilla del agua y la vida intenta decirte al oído, despacito, que todo es ahora, que quizás el destino existe y que nunca importaron tanto como hoy las coincidencias.
Emociones que nos buscan y nos amparan; emociones que nos hacen subir hasta una casa que se encuentra a veinte minutos de Chonchi («la ciudad de tres pisos») y que nos obliga a bajar y bajar hasta el muelle y esperar que caiga la tarde y la noche para empezar a cantar y cantar.
Caminar por la costanera, entrar a La Ventana de Elisa, uno de los mejores cafés del sector (donde probé una peculiar torta de papa y chocolate y nuez), y dejar que la música inunde los sabores de esos platos que tienen también el color de la tierra y de una mano honesta que cocina y cocina sin tener el reloj en la mano.
Chiloé fue, también esta vez, el curioso navegar que tiene la vida cuando nos enfrentamos a los recuerdos y la memoria y quizás a uno, dos y tres palitos quemándose en el fuego. Chiloé fueron los lobos de mar que apenas nos veían, sumergían sus cuerpos enormes y fofos en la frialdad del Pacífico. Algunos, eso sí, ni siquiera se molestaban en bajar y con mucho sueño levantaban un poco la mirada para volver a quedarse dormidos.
Creo que pocos paisajes en el mundo tienen tantos colores y formas y vida. Y te atrapan. Y te conmueven. Y te inspiran. Incluso después de haberte ido. ¿Cómo sería la vida en este costado del mundo?
Reencontrarnos con el sur de una patria que es nuestra, que tiene el nombre de la gente que hemos querido y que nos recuerda esa sencillez del hombre y la mujer chilena. Reencontrarnos con el sur de una patria que nos devuelve la inocencia de adultos que piensan, a veces, como niños. Reencontrarnos con el sur de una patria solo para volver a un lugar; solo para sentir los rayos del sol en la cara, la arena en las manos y los ruidos de un animal que quería robarse nuestras noches. Reencontrarnos con el sur de una patria que vive a través del mar, sus siete ovejas y las leyendas de la Pincoya, el Trauco y el Caleuche.
Chiloé eran y son las iglesias patrimoniales, su olor a historia, las tejas negras, el azul que a ratos lo puebla todo y esa sensación de tener sueño, de estar cansada porque el espíritu se regocija a la distancia, entre gente que a uno lo hace feliz, y que le importa, y que lo quiere. Chiloé era la música, su artesanía en madera y tu primer gazpacho (o salmorejo, como nos gusta decirle). Las caras de su gente. Su piel morena. Esas bromas que quedaron aquí y allá porque solo nosotros las entendíamos. Los viajes de bus en bus y mi mano con tu mano y tu cara en mi hombro. Una verdad subjetivamente verosímil: aquí estamos lejos de todo y ese aislamiento hace del sur de nuestro país un lugar único con una identidad tan precisa, tan precisa, que no tengo claro si el tiempo se detiene. Chiloé fue un librito que se llevó nuestras palabras para siempre y muchos pueblos con mar que tenían la fuerza del curanto.
Chiloé eran las moritas de los árboles, la desconexión de nuestra ruidosa ciudad y tus huellas marcadas en la arena. Abejorros imaginarios y picaflores que iban y venían con el compás de la espera. La minga, la minga, la minga de Chiloé, gritan y gritan los grillos que tampoco saben hablar. Chiloé eran las cuerdas de tu guitarra y nuestros sueños atados a un verano inquieto que tenía el color de tus ojos enormes; de una tierra fértil, de un horizonte eterno y luminoso que solo podía descubrir cada vez que estabas conmigo.