Chiloé: al lado del camino
A veces partes con un sueño y, al pasar el tiempo, te das cuenta de que cumpliste ese y otros cuantos. Fue lo que nos pasó durante esas tres semanas recorriendo Chiloé en bicicleta. Por Andrés Bartelsman.
Chiloé es una gran isla, cuyas principales colinas resultan ser “el asomo” de las cumbres de la Cordillera de la Costa, que a esa altura se hunde hasta ser prácticamente imperceptible. Hacia el interior, Chiloé se disgrega en decenas de pequeñas islas y hacia el mar abierto el borde costero es bastante regular.
Ese fue el destino que elegimos junto a dos amigos, Lucas y Alejandro, para recorrer en bicicleta sin tener idea de qué significaba esa creativa idea. Era un sueño que los tres compartíamos y que decidimos cumplir juntos. Compramos parrillas para la bicicleta, y en bolsas y bolsos cargamos nuestro equipaje para partir la aventura.
El primer día pensábamos recorrer 59 kilómetros desde Puerto Montt hasta Pargua, pero no lo logramos. A mitad del trayecto oscureció y terminamos instalando nuestras carpas en un campo a la orilla del camino. En ese momento no imaginábamos que esa sería la dinámica más repetida del viaje: al final de cada jornada, durante tres semanas, pararíamos prácticamente todos los días en algún pequeño poblado para buscar casa a casa un terreno donde instalarnos a cocinar y dormir para recuperar fuerzas.
También tuvimos la suerte de parar en dos casas de familias amigas en Ancud y en el Lago Coihuín, quienes nos recomendaron lugares, nos alimentaron y permitieron lavar ropa. A cambio de nada, alojamos unas tres noches en cada uno de esos maravillosos lugares.
Durante el viaje conocimos cientos de playas, islas, colinas, iglesias, pequeños poblados e increíbles personas. Nos detuvimos y disfrutamos de Chacao, Ancud, Degañ, Dalcahue, Achao, Curaco de Vélez, Castro, Chonchi, Lago Coihuín, Queilen, Cole Cole, Cucao y El Palomar.
Pedaleamos 390 kilómetros sin haber hecho nunca un viaje de este tipo y nos asombramos con lo distinto que es viajar en bicicleta. El ritmo es más lento, permite conocer y entender más el paisaje y se acopla perfectamente con la distancia que hay entre los poblados en Chiloé. Cada día recorríamos entre 20 y 40 kilómetros, lo que nos permitía instalar el campamento y salir a recorrer el lugar al que habíamos arribado ese día, comer por ahí y recoger datos para el nuevo desafío.
Como nuestro itinerario era flexible y generalmente improvisado, a veces nos daba hambre en el kilómetro 10 y debíamos parar a almorzar. Varias veces eso no coincidió con un poblado cercano, por lo que la práctica de cocinar en paraderos se hizo también una sana costumbre. Cocinar protegido de la lluvia y el viento, junto a nuestras tres bicicletas y algún desconocido que esperaba su medio de transporte, resultaba el mejor panorama del día, sobre todo si la sobremesa era con vista a algún bosque de arrayanes, alerces o robles bajo la lluvia.
Dormir, despertar, ducharse, pedalear y detenerse a cocinar, siempre junto al camino, pero no cualquier camino, ese que sube y baja colinas que no son más que las cimas de la Cordillera de la Costa chilota fue nuestra costumbre durante tres semanas. Una costumbre es una manera de obrar o una repetición de actos de la misma especie: en este caso nuestra simple e increíble costumbre fue desarrollar todos nuestros actos a la orilla del camino, siempre en un lugar distinto, pero siempre a la orilla del mismo camino. A veces partes con un sueño y al pasar el tiempo te das cuenta de que cumpliste ese y además otros cuantos.