Carta abierta al jefe de mierda


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(No muy) estimado jefe,

Aún recuerdo el día en el que me llamaron para avisarme que había quedado en el cargo. Estaba feliz, pues el puesto conjugaba todo lo que buscaba: una gran responsabilidad, una empresa reconocida en su rubro y un sueldo que superaba mis expectativas con creces.

Los primeros meses me sentía feliz. El trabajo me gustaba y veía cómo mi capacidad de ahorro iba aumentando paulatinamente. Incluso, me compré un auto y tomé la decisión de independizarme.

Al principio fuiste simpático y tenías buena disposición para enseñarme esas cosas que yo no sabía. Pero los problemas comenzaron a llegar de a poco. Nunca olvidaré tus gritos cuando cometí el primer error, que me dejaron con un miedo constante a volver a meter la pata. Salí de tu oficina con un nudo en la garganta, tratando de pasar inadvertida, pero fue imposible no sentir encima de mí todas las miradas de mis compañeros.

“Aguanta”, me decía a mí misma. “Tienes cuentas que pagar”.

Un día tuviste una pelea con tu exesposa –la cabrona, le decías- y todos tus empleados nos convertimos en tu pushing ball. Con el paso del tiempo me di cuenta de que esos días era mejor no hablarte. Lo mismo pasaba cuando perdía tu equipo de fútbol; ni pensar en contarte que yo iba por otro club.

“Aguanta”, me seguía diciendo. “Si te vas, perderás las tres semanas de vacaciones que te tocan cuando cumplas un año”.

A los dos años me armé de valor para pedirte un aumento de sueldo. Me dijiste que nuestra área estaba con los presupuestos ajustados, así que no había posibilidad. Pero también me dijiste que me diera con una piedra en el pecho por tener trabajo, “porque en estos tiempos la cosa está difícil y, si te vas, no vas a encontrar nada”. Y nunca olvidaré lo que vino después: “Si renuncias, no cuentes conmigo como referencia”.

“Aguanta”, me dije una vez más. “Dudo que encuentre otro trabajo rápido”.

Y así pasé cinco años aguantando. Aguantándote. Probablemente recuerdes que tuve que pedir cuatro licencias, dos por un lumbago que no me dejaba ponerme de pie y otras dos por gastroenteritis aguda. Pero fue la última la que me hizo abrir los ojos, justo después de tener una crisis de pánico en la oficina. “Estrés”, me dijo el doctor. Y me mandó al siquiatra, que, tal como era esperable, me empastilló.

Entonces me aburrí.

Me aburrí de levantarme todos los días a las 6.30AM, de tomar la micro llena y de ver siempre las mismas caras de resignación de los demás pasajeros. Me aburrí de pasar 10 horas frente al computador y de, muchas veces, saltarme el almuerzo para terminar el informe que le tenías que presentar a tu jefe, pero que decidiste delegarme a mí. Me aburrí de las horas extra que nunca reconociste en mis liquidaciones de sueldo. Me aburrí de que hicieras tuyos mis propios logros. Me aburrí de tus amenazas y del miedo que creabas en mí al decirme que nadie me iba a contratar en otra parte. Me aburrí de que mi único aliento para seguir adelante fueran esas ínfimas tres semanas de vacaciones al año. Me aburrí de ti.

Pero también tengo que darte las gracias. Sin ti no me hubiera dado cuenta de que odio la rutina, los días idénticos que transcurren uno tras otro y el estar siempre en un mismo lugar.

Hoy estoy feliz de contarte que renuncio. Vendí todas mis cosas (auto incluido), entregué el departamento y lo cambié todo por una mochila. Compré un pasaje sólo ida a Europa y decidí ir viendo en el camino qué hacer. Viviré el aquí y el ahora, y nunca más el ayer y el mañana. ¿Si vuelvo? Probablemente lo haga, pero aún no sé cuándo.

Gracias, (ex) jefe, por darme la valentía para tomar esta decisión.

Nota: la autora de esta carta es una viajera anónima que quiso ayudar a todas esas personas que aún no se dan cuenta de que afuera, en el mundo, está su lugar. Si tú también viviste una experiencia parecida, mándanos tu testimonio para emprender una campaña en contra del #JefeDeMierda!

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