Auroras boreales: luces que danzan en el cielo
«Ningún lápiz puede dibujarlas, ningún color puede pintarlas, y no hay palabras que puedan describirlas en toda su magnificencia.» (Explorador austríaco Julius Von Payer, 1841-1915).
Visto desde afuera, el bus que nos trasladaba desde Narvik a Tromsø, en la Laponia noruega, se asemejaba a una nave espacial en plena travesía por el espacio. El vehículo surcaba los vastos y gélidos territorios nórdicos de Europa con la sola compañía del cielo estrellado. Dentro, una pálida luz morada iluminaba de punta a cola las filas de asientos, convirtiéndolo en el único haz luminoso visible a cientos de kilómetros a la redonda.
Mientras avanzábamos, el exterior no era más que una gran bóveda oscura, un agujero negro. Y en esta cita con la noche no estaban invitados los destellos del manto blanco de la nieve que cubre las montañas, ni la luna llena que a ratos suele reflejarse en las aguas de los fiordos.
Íbamos en búsqueda de las esquivas auroras boreales o luces del norte, como las conocen algunos. No sabíamos cuándo podrían aparecer ni en qué formas ni colores. Sólo intuíamos que para tener más chances había que estar en torno al círculo polar ártico, contar con un cielo despejado y que hicieran al menos quince grados bajo cero. No habíamos tenido suerte en Kiruna ni Narvik, las ciudades que visitamos previamente.
Todos en el bus esperaban con ansias el fin del letargo que suele presentarse en un viaje largo por el norte del mundo en pleno invierno. Tromsø estaba tan cerca que ya podía olerse el aroma a humedad de perro husky, y sentirse el calor del fuego de la chimenea dentro de esas casas que parecen de cuento. Sin embargo, la jornada estaba para milagros, como aquellos de Nochebuena pero en fecha errada.
Los viajeros solemos asomarnos por la ventana durante horas a la espera de las tan esquivas luces del norte. Con cara de tontos, por cierto, como cuando persigues a un primer amor. Los locales ni se inmutan. Son viejos lobos de mar en la materia. Pero aquella noche de invierno polar nos invitaba a una cita mágica: las auroras boreales danzarían un baile muy especial. No se trataba de un ritmo ordinario. Eran movimientos trabajados, fluidos.
La ventana del bus se transformó de pronto en un canal intergaláctico hacia uno de los fenómenos más enigmáticos y fascinantes de la naturaleza. Vimos por vez primera, hacia nuestra izquierda, un tenue espectro de luz verde que flameaba y se estiraba por nuestras cabezas. No eran muy grandes y al rato las perdimos de vista. No debe haber durado más de 30 segundos el tiempo durante el cual pudimos tener nuestra primera gran experiencia con las auroras. Fue sólo un aperitivo de lo que vendría más tarde.
En cualquier momento y lugar
La ciudad de Tromsø lleva por apodo la París del Norte. Es la capital de la Laponia noruega y una de las localidades más grandes de la región. Su arquitectura es imperial del siglo XIX y la mayoría de sus viviendas son construidas en madera en una isla de nombre Tromsøya. La Catedral Ártica, de 1965, es un ícono de la ciudad y tal vez el monumento más visitado, compartiendo así popularidad con el teleférico de Storteinen, que sube a los visitantes a 420 metros de altura, ofreciendo vistas fascinantes de la ciudad y de las auroras boreales, si es que la buena suerte acompaña.
Los turistas que llegan hasta aquí lo hacen, principalmente, con la idea de salir de excursión en trineos tirados por perros, de practicar esquí, de conocer más de la cultura indígena lapona y, en su mayoría, de cazar auroras boreales. Sin duda, esta última es la más difícil de todas las misiones. A pesar de que se ofrecen innumerables tours guiados por los fiordos en barca, o caminatas hacia zonas sin presencia lumínica, lo cierto es que para ver este fenómeno se debe mezclar el siguiente cóctel: una noche con temperaturas de alrededor de veinte grados bajo cero, un cielo despejado entre octubre y marzo, y suerte, sobre todo, mucha suerte. Y paciencia. Se estima que son doscientas noches al año que las luces nórdicas están presentes.
Al llegar a Tromsø buscamos el hotel más próximo. No había mucha gente en las calles nevadas y resbaladizas y el frío casi obligaba a quedarse en casa. No para nosotros. La soledad de las calles, la belleza de sus casas, la nieve, el fabuloso puente de poco más de un kilómetro que une la isla con el continente, la posibilidad de ver luces nórdicas. Todo aquí invita a abrigarse bien y salir a descubrir. Aquella noche de febrero fue magnífica.
Decidimos dar un paseo por las nevadas calles de Tromsø. Hay que reconocer que no hay mucho más que ver que casas, pero tuvimos la suerte de ver nuevamente luces verdes como las que nos maravillaron durante el trayecto en bus. Aparecían y desaparecían. Con una cámara compacta antigua y sin trípode se intentó hacer fotografías, aunque el resultado no fue el esperado: las mejores fotos salieron borrosas.
De regreso al hostal nuevamente una gran aurora boreal cubrió el cielo. Esta vez mucho más grande y espectacular. Combinaba el verde, el morado y el azul. Se quedó allí por largos minutos. La noche, el mes y la razón por la cual llegamos hasta aquí ya habían sido pagados por completo. Y descubrimos una vez más que presenciar este fenómeno puede ocurrir en cualquier momento y lugar.