Amazonas peruano al 100%
Vivimos un sinfín de aventuras en la selva amazónica peruana, para terminar nuestro recorrido en Kuélap. El viaje tuvo un final inesperado que, aunque nos asustó, pasó a ser una más de las anécdotas coleccionadas. Por Catalina Bravo.
Nuestra aventura en el Amazonas peruano comenzó en Nauta, a unos 100 km de Iquitos, donde tomamos un bote a motor que nos llevaría a una pequeña localidad, para encontrarnos con el guía que contratamos en Iquitos. Una vez allí comenzamos a navegar por el río de color café, entre todo tipo de sonidos de insectos selváticos, en dirección a un pueblo llamado Libertad.
Mientras los mosquitos nos devoraban y tratábamos de zafar del calor con abanicos hechos de hojas de plátano, llegamos a este pueblo inmerso en medio de la selva. En él no vivían más de 300 habitantes, y decidimos quedarnos por algunos días en un loft con camas de madera protegidas con mosqueteros que, al contrario de cómo suena, eran bastante cómodas.
Las mujeres jugaban al bingo con monedas de muy bajo valor, los hombres pateaban una pelota a pies descalzos o se bañaban en el río y los niños jugaban vestidos con enormes prendas donadas por los turistas. Sin embargo, todo daba lo mismo: en Libertad la gente era feliz.
Los habitantes del pueblo vivían en chozas de madera construidas a más de un metro del suelo, para evitar a los animales y la crecida del río. Y, a pesar de no ser muy grandes, en cada vivían muchas personas.
Al regresar al pueblo, mientras descansábamos, las mujeres cocinaban las pirañas que los hombres pescaron en la mañana. A veces también comíamos pollo apanado, aunque nunca quise preguntar qué parte era.
Acampando en hamacas
Una noche decidimos salir a recorrer la selva en canoa y terminamos el día acampando en la selva. Aunque intenté ayudarlos a amarrar las hamacas, los nativos desataron desconfiadamente el nudo que había hecho y, a cambio, nos pasaron una olla con papas y cuchillos. Al atardecer comimos un rico caldo de pollo, pero cuando empezaron a atacar los mosquitos nos fuimos todos a dormir.
Mi amigo Martín pasó la noche vomitando. Asumí que serían los efectos secundarios de la vacuna contra la fiebre amarilla, pues aún no pasaban los cinco días de prevención desde que se vacunó. Por la mañana despertó pálido y apestaba a mango podrido. Al parecer, había tomado sopa y jugo de mango en exceso.
Durante el día nuestro guía nos hizo un recorrido entre los árboles milenarios mostrándonos sus propiedades curativas. Cortó la corteza de unos tres de ellos, les extrajo el líquido de color rojizo que fue guardando en una botella plástica pequeña y nos volvimos al loft donde nos hospedábamos.
Volvió al par de horas después con una medicina que aún tenía sabor a corteza de árbol y obligó a Martín a tomarla. Al poco tiempo ya se estaba sintiendo mejor, volvía a su color normal y nosotras no parábamos de reír ante la situación.
Después de una semana de aventuras en medio de la selva, nos despedimos de nuestro gran guía multiplicando su salario. Nos fue a despedir al mismo bote a motor que nos había ido a dejar el primer día, le dimos un abrazo a él y a sus niños, y antes de subirme le pasé un montoncito de billetes que habíamos juntado entre los tres; lo miró con algo de emoción y con los ojos brillantes nos entregó una sonrisa y nos fuimos diciendo adiós con las manos.
Rumbo a la cuna de los chachapoyas
Desde Nauta tomamos una barcaza llena de hamacas que nos llevaría hacia Yurimaguas, para donde al fin se podía tomar movilización terrestre.
Allí conocimos a dos periodistas argentinos que, como venían de las inundaciones provocadas por el invierno boliviano en Cuzco, habían sido dados por desaparecidos. Junto a ellos, otros turistas e incluso algunos locales pasamos los tres días que duraba el viaje, entre juegos de carta, conversaciones y drásticos cambios climáticos.
Al llegar a nuestro destino emprendimos tumbo a Kuélap, un sitio arqueológico de un pueblo pre incaico cercano a la ciudad de Chachapoyas, la cual debe su nombre a la civilización que habitó este lugar. Varis viviendas circulares de piedra se asentaban tras una muralla altísima situada en la cumbre de un cerro, que se pintaba de toda la gama de verdes.
El guía nos explicó que los incas habrían llegado allí cuando aún lo habitaban los Chachapoyas, por lo que les cortaron el paso del agua del río para pillarlos de improvisto y así poder pasar por sus grandes murallas para saquearlos y tomar sus riquezas.
Aún existían cráneos y huesos humanos escondidos entre las paredes, figuras de piedras en las viviendas circulares de los chamanes con algo de color y unos lindos dibujos tallados en una muralla de una gran escalera de piedras gigantes. El lugar tenía una energía muy especial y el guía nos inspiró con sus historias, logrando trasladarnos a esa época.
Los caminos que comunican Kuélap con Chachapoyas eran tan angostos y tenían tantas curvas que los autos debían ir tocando la bocina constantemente para que quienes vinieran en sentido contrario se percataran de que venía otro auto.
Estaba durmiendo en el asiento del copiloto después de una noche de cervezas con gente local, cuando escuché gritos. Martín me protegió empujándome con todas sus fuerzas contra el asiento y sentí el golpe. Habíamos chocado contra otra van y un chichón crecía en mi frente.
No fueron lesiones mayores, pero estábamos asustados. Tras un par de horas llegaron a rescatarnos y nos fuimos a la agencia de turismo donde nos estaban esperando con mango sour para celebrar que todos estábamos bien.
No hubo reembolso ni la opción de repetir el tour, pero no nos importó. El choque había sido parte de la experiencia, una anécdota viajera más que recordaríamos por siempre.