Al encuentro del mejor café colombiano
El Eje Cafetero, en Colombia, vive, respira, y sueña café. Dueño de uno de los paisajes más verdes del planeta, el departamento del Quindío atrae cada vez a más visitantes que buscan beber café de primera calidad. También encontramos aquí a uno de los caficultores más conocidos de la región, quien nos cuenta su historia de vida. El problema –luego– no sólo es que te quieras quedar, sino que tu paladar no tolerará nunca más cualquier tipo de café.
Camino junto a Leonel Martínez Naranjo por un terreno húmedo y barroso. Por instantes siento que las débiles huellas de vehículos sobre las cuales transito me transportan a aquella época de bonanza cafetera. Don Leo me cuenta sus sueños, aquellos que ha cultivado por décadas y que han logrado la misma intensidad que posee el café tostado, y tan amplios, quizás, como el manto verde de vegetación que cubre esta zona de Colombia. Su voz es armoniosa y pausada. Su andar, sereno y tranquilo. Cuenta con gusto la historia de su pasado y goza con que el visitante se lleve un sabroso recuerdo de lo que es el pueblo de Buenavista y el departamento del Quindío, donde nos encontramos. Leonel viste impecable para la ocasión: pantalones de jeans gastados, una camisa celeste con notorias manchas de café, un sombrero campesino y un machete junto a su cadera izquierda.
Don Leo es colombiano, caficultor, y dueño de la finca paisa La Alsacia. Él no está solo en casa. Lo escudan su esposa Yamile y su hijo Diego, quien oficia como promotor de Caficultur, el proyecto turístico que lleva a cabo la familia Martínez, el cual busca atraer visitantes que deseen conocer en profundidad el proceso de producción de su marca de café Hane Coffee, desde que se cosecha hasta que llega a la mesa. También posee animales: perros, gatos, pavos y gallinas, entre una fauna variopinta que da más vida a su finca, donde adicionalmente se plantan bananas, mandarinas, paltas, guanábanas, aloe vera y maracuyá.
Los años más duros de Leonel
Leonel Martínez me relata cómo llegó al Quindío en 1968, poco antes del boom cafetero que comenzaría a mediados de la década siguiente. Sus años de juventud fueron duros, ásperos, tanto como el aspecto de sus manos trabajadas que quedan al descubierto cuando manipula los cafetos. Los empresarios cafetaleros, al ver que el valor de esta bebida se disparaba, subieron sus precios de venta, pero no así los sueldos de los trabajadores. Este quiebre irremediable entre quienes cultivaban el producto y los inescrupulosos dueños de fundo generó una rebelión de las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas, las FARC, quienes se lanzaron en contra de los empresarios. Me sorprendo al saber que el grupo armado más famoso de Colombia entrenó a un total de 60 mil campesinos inconformes.
Sin embargo, lo que parecía una salvaguardia para los obreros se transformó rápidamente en una horrible realidad. Los campesinos cayeron sin apelación al mundo de la venta y consumo de drogas. Sus hijos fueron arrebatados a la fuerza desde sus hogares con el fin de integrarlos a la guerrilla. La extorsión fue pan de cada día: aquellos trabajadores a quienes decían defender debían pagar un “impuesto” que al final los dejaba en la ruina. Las condiciones de vida tampoco eran mejores; niños, jóvenes y adultos vivían en un total hacinamiento y en cuarteles insalubres. Estos desplazamientos forzosos llevaron a Leonel a la Sierra Nevada, donde se dedicó a raspar marihuana, y a los llanos orientales, donde hacía lo propio con cocaína. A pesar de lo duro de la situación, don Leo asegura que se siente orgulloso de haber “caminado sobre el barro sin ensuciarse”, por cuanto logró imponerse a ese mundo de corrupción y oscurantismo.
Testigos de esta conversación íntima son los platanales, los cafetales, y árboles de bambú, que aquí son conocidos como guadua. Leonel Martínez busca borrar aquella imagen del empresario cafetero explotador y abusivo. Decidió volver al Quindío hace 17 años con el propósito de comprar la finca que le dio la paz que tanto necesitaba y, por otro lado, poner todo los conocimientos que él posee para humanizar y socializar el campo, donde el trabajador sea tratado como un ser humano y no como un objeto de rendimiento. Es así como sus trabajadores comen lo mismo que él, su hijo y su señora. Duermen también en iguales condiciones y cuentan con seguro social.
Aprendiendo a reconocer un café de primera calidad
Mientras avanzamos hacia la finca Las Margaritas, también de su propiedad, entiendo cómo diferenciar un grano de café de primera calidad –de color rojo intenso– de uno que no lo es –de color verde–. De pronto, lluvia intensa. Tengo que refugiarme por cinco minutos, que es lo que tarda el aguacero en retirarse. La conversación continúa. Los tiempos de cosecha, me dice, ocurren durante el período abril-mayo, pero hoy no hay faena, lo que me impide ver cómo los trabajadores seleccionan el café.
Durante mi visita veo diversas variedades de café: Arábigo Nativo, Honey, Black Honey y Especial, algunos de los cuales datan de hace 80 años. Todos ellos son excelsos tipos de café producidos a una altura promedio de 1.400 metros de altura y en condiciones climáticas tropicales.
El proceso del café en La Alsacia cuenta de cinco estaciones: la recolección en el campo de los mejores frutos, los más maduros y sobre maduros, evitando tomar los verdes. El trabajador tiene que tener mucho cuidado, evitando traer café de segunda calidad al beneficiadero. Después se hace la segunda selección mediante flotación; los granos se echan en agua, se revuelve reiteradamente con la mano y todos los que floten tienen defectos. Puede que esos estén secos o hayan sido afectados por broca, una plaga que afecta al café colombiano, siendo uno de sus peores enemigos. Luego viene el secado –por siete días– en un túnel solar tipo cama africana y finalmente el tostado de los granos. Es este proceso el que le da distintos sabores, como vainilla, caramelo, avellanas y cítricos, entre otros.
En la familia de don Leonel sólo aprendieron a tomar café hace algunos meses. “En casa de hierro, cuchillo de palo”, confiesa. Leo, Yamile y Diego tomaban lo peor de lo que producían. En definitiva, lo que suele sobrar, que normalmente se arroja a la basura.
Vuelvo a la finca, donde la señora Yamile ya tiene preparado un típico almuerzo colombiano, seguido de un café Hane. A esta altura, ya me creo capaz de reconocer un sabor y un aroma de excelencia.